Gallina no estuvo presente

En aquella cárcel cruel unos huían por mar, otros hacia adentro se internaban en la sierra. Allá en lo alto comían raíces, charlaban con los pericos

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Gallina. Sí, Gallina. Así se llamaba. Desde que llegó presa. Veinte años sin su nombre. Mamá, la llamaban sus dos hijas. Gallina, todos los demás: presos, carceleros, enamorados.

Llegó a Islas Marías a los 40 años, sin pasado. Hoy tiene 60.

Nadie sabe qué delito cometió para completar ya 27 años sin pisar una calle. Siete años vivió en una cárcel de tierra firme. El resto la ha pasado entre muros de agua.

Evita cualquier plática de pasados gloriosos. En grupos, los presos hablan de sus crímenes y muestran sus trofeos. De sus carteras sacan viejos recortes de periódicos con las fotos de sus víctimas. Le repugna escuchar a la mujer que hizo tamales a su marido. Lloró cuando supo del sicario sinaloense que mató a 17 de una familia, incluyendo un loro.

Se corrió un rumor sobre su nombre. Dicen que a los 32 años descubrió que su amante la engañaba. Nada reclamó. Pero el hombre empezó a poner huevos. Dos o tres al día. Aseguraban que ella lo embrujó. Él no pudo con la vergüenza y se fue a vivir a los cerros. Por las tardes los niños buscaban huevos puestos por Ignacio. Se los daban de comer a los puercos. Gallina empezó a ser el nuevo nombre de Ignacio; Gallina,  el de su antigua amante.

A los 33 años, algo la llevó a la cárcel. De eso nadie sabe. Ni ella lo dice. De muy buen carácter, enfurece cuando alguien le pregunta al respecto.

Cuando llegó a la colonia penitenciaria de Islas Marías trabajaba como una hormiga. En menos de tres días ya había abierto una pequeña fonda. Huevos navegantes era su platillo más exitoso. Cierto día empezaron a bajar las ventas. “Hace la comida con  huevos que pone Ignacio”, dijo alguien cuando se supo la historia del amante infiel. En menos de una semana perdió todos sus clientes.

No se dio tiempo para lamentaciones. Compró una máquina Singer y puso su taller de costura. Confeccionaba ropa de niña y camisas de caballero.

El día que tuvo los primeros síntomas de la menopausia, vendió la Singer. Descansó dos semanas y empezó una nueva actividad: la venta de pericos.

Los pericos de Islas Marías eran muy demandados por su fama de habladores. Lo mismo decían groserías que declamaban versos de Amado Nervo, según el dueño. La condición era traerlos a casa desde muy jóvenes y enseñarles a hablar de inmediato. Ya adultos no aprendían ni la o por lo redondo.

 Los pericos eran bien cotizados, por escasos y porque estaba prohibido comerciarlos para detener su extinción. Con un par que vendiera al mes era suficiente para sus gastos.

Ella misma los capturaba, en lo alto de la sierra que cruzaba la isla. Si no los conseguía jóvenes, los falsificaba. Con lija de agua les blanqueaba patas y pico y les arrancaba un poco de plumaje.

Los vendía en el muelle, cuando los familiares de los presos regresaban a Mazatlán en un buque de la Armada. Entrenaba a los compradores en el método de enseñanza del buen hablar. Sin riesgo de reclamo, porque rara vez regresaban y si volvían, el tiempo había borrado el enojo de consumidor engañado.

Una mañana lluviosa recibió el pedido de 16 pericos que le cambiaría la vida. Una verdadera fortuna aun vendiéndolos con descuento. Los marinos de la Armada que llegaban por un mes a resguardar la isla querían regresar a casa con sus loros hablantines.

Tenía 30 días para surtir el pedido. A los 20 había completado 13 loros adultos y sólo tres jóvenes. Lijó con cuidado extremo picos hasta dejarlos blancos y patas hasta cambiar el negro por rosado.

El mismo día de su partida, entregó a los marinos en rústicas jaulas de madera los 16 cotorros. Distinguió por el uniforme a los que a su juicio pudieran tener mayor rango. Cuidó que a ellos tocaran los animales auténticamente jóvenes.

Cuatro semanas y unos días justos duró su paz. Hasta que al mes siguiente regresó el mismo personal armado a custodiar la isla.

En el pase de lista, Gallina no estuvo presente.

Gallina había escapado. Conocía los castigos a los que eran sometidos los que se metían con los miembros de la Armada. Eran capaces de las mayores torturas. A un desgraciado hombre que se le ocurrió robarles unos cigarros casi lo matan de miedo. Hicieron un simulacro de fusilamiento.  Y ella no estaba para aguantarlos.

La autoridad fue informada de la desaparecida. Dos maneras había de escapar de esa isla: hacia fuera, por mar, y hacia dentro, por tierra. Como por mar era poco probable, la búsqueda se hacía hacia el interior.

 La búsqueda empezó discreta. Y poco a poco fue aumentando. Primero fueron unos cuantos policías penitenciarios, luego se incorporaron miembros de la Armada. Ella conocía a detalle la sierra y todas sus veredas,  a donde se aventuraba a la caza de cotorras.

 –Gallina –gritaban

 –Gaaaaaaaaaaaaalliiiiiiiinaaaaaaa –respondía el eco en los solitarios cerros.

Ningún rastro encontraban de la mujer.

 –Gallina –escucharon una tarde sin que ellos hubieran gritado.

 –Gallina –se volvió a escuchar.

Esperaron unos minutos para ver quién hablaba.

 –Gallina –gritaron en espera de respuesta.

Al instante, sobre los hombres armados revoloteó una nube de pericos gritando Gallina, Gallina, Gallina. Eran los pericos jóvenes. Habían aprendido de los policías que tres semanas habían gritado ese nombre.

 –Pinches marinos –dijo un perico, y luego otro, pronto otros más, decenas después.

Entendieron los hombres que esas palabras la habían aprendido de Gallina.

Tres días después la encontraron dormida bajo un solitario tabachín. La esposaron antes de despertar. Gallina de sueño pesado.

Temblaba. Tenía miedo. A los marinos, crueles sin  piedad. No pronunció palabra. Sus captores hacían todo tipo de bromas. Así fue llevada hasta las oficinas de seguridad.

El jefe policíaco la recibió, con burla, pero para sus captores. “!Cómo hiciste trabajar a estos güevones!”, celebró.

Fuerte, siempre dueña de la situación, acostumbraba enfrentarse enérgica a los hombres.  Ese día se dobló cuando entró el oficial de la Armada. Sonoro, el chorro de sus orines cayendo de la silla que ocupaba.

  –Señora –dijo el oficial.

Abrió los ojos para ver al hombre que le decía señora. Treinta, cuarenta, había perdido la cuenta de los años que nadie le había dicho señora. Movió la cabeza, arriba para abajo, como única respuesta. Y dibujó una sonrisa apenas perceptible.

 –El Almirante Torres, nuestro secretario de Marina, quiere 20 pericos nomás para él. Como los que nos vendió la vez pasada. Que declamen a Nervo y a López Velarde. Ayúdenos –suplicó tomándola de las manos.

Gallina se orinó por segunda vez. No sabía quién carajos era ese López.

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Nota: el autor de este texto, casi todo verdad, un poco de ficción en los detalles, vivió al inicio de los 80 en Islas Marías, por razones personales de las cuales no quisiera acordarse.

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