Lo hace con la rapidez y la indiferencia de sus pares médicos de las instituciones públicas de salud: cinco minutos por paciente, cero palabras, sin reacción a los comentarios del consultante.
La diferencia: él no fue a la escuela, nació curandero —como su padre y su abuelo— y lleva setenta años haciendo limpias y consultando.
Nació en El Colorín, en el municipio Del Nayar, pero vive en Zitacua, una colonia indígena en Tepic, con diarios recorridos de turistas desde el invento de los turibuses en la ciudad.

Rutilio Benítez Carrillo, 78 años, cura desde los 8 años, tiene página de Facebook con 9 amigos y se anuncia en una cartulina como marakame: “Realiza curaciones, limpias, todos los días 8:00 a 6:00 PM. Teléfono: 311.156.12.74”
Se lo ha dicho a todos los que lo han entrevistado: él soñó la piedra sagrada, y sobre esa piedra se fundó Zitacua en 1987.
Su consultorio al aire libre se ubica en la explanada ceremonial, sobre el mirador donde se expenden artesanías y quesadillas de maíz azul.
Llegan los clientes, unos con fe, otros con simple curiosidad, piden la tarifa: 200 pesos. Nadie regatea. A señas, escasas las palabras, les pide que se sienten, que junten sus manos. Una vara con una pluma en el extremo recorre las palmas, los entrededos, mientras emite murmullos. Moja una flor en una especie de agua bendita con hierbas y la esparce por el cuerpo. Da unas hierbas amarillas al consultante y pide, de nuevo sin palabras, que las unte en el cuerpo, en el lugar de las dolencias.
Tres pacientes en quince minutos exactos: el hombre de mediana edad, agricultor; un niño al que llevó su padre; una joven tal vez llevada por la curiosidad o el desengaño amoroso. Sólo el agricultor dijo repetidas veces que las cosas andaban mal en el rancho, que ojalá se desatoraran. El curandero parecía no entender la pena o la técnica es no entenderla para que funcionen los rezos. El niño y la joven no manifestaron sus penas o sus enfermedades. El ritual sanador fue idéntico.

A Rutilio le tiembla la mano derecha, que logra la calma con un rústico bastón o con unos vasos de tejuino (fermentado de maíz sin nieve de limón) que toma en un receso, antes de continuar con otros tres pacientes.
Una mujer entrada en años y en kilos, la fe a flor de piel, se sienta como si lo hiciera en el quirófano del mejor cirujano. Cuando recibe las amarillas hierbas las unta en la espalda, el vientre, las rodillas. El marakame hace la excepción y pasa la pluma de la limpia por esos lugares y reza en su lengua de borucas inaudibles. La mujer promete traer a su hija. ”Mañana”, agenda.
Con el tercero de la tanda transcurre el ritual sin excepciones. “Llámame mañana por teléfono”, le pide. “¿Y cómo sabrás que soy yo?, pregunta. “Soy el de la gorra negra y ojos verdes”, le dice tres veces. La expresión de Rutilio es como si no oyera. A lo lejos el de la gorra negra y los ojos verdes le muestra con la diestra su gorra negra y sus verdes ojos. La expresión de Rutilio es como si no viera. ¿El éxtasis del curandero, el efecto del tejuino, el Parkinson?