Por José Luis Olimón Nolasco

La semana pasada, el Cardenal Pietro Parolin, Secretario de Estado de la Santa Sede, estuvo en nuestro país, teniendo como objetivo central la celebración del XXX aniversario del restablecimiento de las relaciones diplomáticas entre el Estado Mexicano y la Santa Sede, apenas unos meses después de la reforma constitucional en materia religiosa aprobada el mes de enero de 1992.

El evento principal tuvo lugar en el edificio de la Escuela de Medicina en la Ciudad de México, antigua sede del Santo Oficio o de la Inquisición, teniendo como tema la “Laicidad abierta y libertad religiosa, una visión contemporánea”, encabezado por el Secretario de Estado Pietro Parolin, el Arzobispo de México Carlos Aguiar y el Secretario de Relaciones Exteriores, Marcelo Ebrard y en la que participaron varios académicos mexicanos.

Inevitablemente, este evento me hizo recordar, para variar, a mi hermano Manuel, quien, por encargo de Don Adolfo Suárez Rivera, en esa coyuntura Presidente de la Conferencia Episcopal Mexicana, participó activamente en las negociaciones que derivaron en la reforma constitucional y la posterior legislación en materia de asociaciones religiosas, así como en el restablecimiento de esas relaciones que permanecieron rotas por más de un siglo [desde 1861], con motivo de la nacionalización [confiscación, dirán algunos] de bienes eclesiásticos [y civiles] conforme a las leyes de desamortización, de 1856 y de nacionalización, de 1859.

En la página 991 de su “Historia”, Manuel escribe: “El número de páginas dedicadas a las pláticas, avances y retrocesos del caso de la constitución mexicana sobre la cuestión religiosa y la personalidad jurídica de “las iglesias” y la condición de sus ministros, puede hacernos pensar que se trataba de negociaciones meramente cupulares o de luchas por el poder. Estoy convencido, por el contrario, que se trató, del pago de una vieja deuda que el gobierno mexicano liberal primero y revolucionario después, tenía con el pueblo, pues éste es el que había padecido y resistido condiciones discriminatorias para la expresión de sus sentimientos religiosos. La adecuación de las leyes, por otra parte, habría de ser instrumento de que la religión y las estructuras religiosas dejaran de estar, a causa de las anomalías legales, dentro del ámbito de la política y a merced de voluntades y vaivenes de ese ámbito.”

En contraste con esas afirmaciones, se pueden encontrar diversas posturas críticas ante la senda concreta que recorrieron tales negociaciones, consideradas por muchos cupulares e interesadas: cupulares, porque se dieron entre la cúpula del Gobierno Federal y la cúpula del episcopado católico; interesadas, porque el gobierno salinista estaba necesitado de legitimación y la Iglesia Católica de apoyo gubernamental ante el avance de las iglesias evangélicas y de la secularización de la sociedad.

Entre las críticas más relevantes ante la senda concreta de las negociaciones, destacan, las de las cúpulas de la Conferencia de Superiores Mayores de Religiosos de México [CIRM] y la del Foro Nacional de las Iglesias Cristianas Evangélicas de México, quienes consideraron que debieron haber participado en esas negociaciones.

Más de fondo, el debate tenía que ver con la pertinencia o impertinencia de tal reforma y, en caso de considerarse pertinente, lo que se debería reformar y lo que se tendría que preservar.

Quienes se oponían a cualquier tipo de reforma al artículo 130, argumentaban que una reforma tal sería nociva porque “la Iglesia como corporación ha servido siempre a las causas antipopulares y antinacionales”.

Por su parte, quienes admitían la pertinencia de una reforma limitada, sostenían que la reforma, tal como se dio, habría sido un retroceso. En todo caso, lo adecuado hubiera sido conceder el reconocimiento jurídico a las iglesias y facultades para administrar bienes preservando las cláusulas relativas a la limitación de la actividad política del texto original.

Básicamente, el artículo 130 de 1917 negaba el reconocimiento jurídico a las iglesias, les prohibía adquirir, poseer, administrar o heredar bienes raíces, establecer o dirigir escuelas. A los ministros de culto, les prohibía hacer crítica de las leyes fundamentales del país, de las autoridades o del Gobierno, les negaba el voto activo y pasivo, el derecho para asociarse con fines políticos y la posibilidad de recibir herencias o títulos.

El artículo 130 reformado, reconoció la personalidad jurídica de las iglesias como asociaciones religiosas, su libertad interna y el derecho de los ministros de culto a votar, mas no a ser votados; mantuvo, sin embargo, la prohibición a los ministros de asociarse con fines políticos, realizar proselitismo por candidatos o partidos u oponerse a las leyes del país, a sus instituciones o agraviar los símbolos patrios, así como la prohibición a las asociaciones religiosas y a los ministros y sus parientes hasta en cuarto grado, para heredar de personas que no sean sus parientes. En la Ley Reglamentaria, por su parte, se reconoció el derecho de las asociaciones religiosas a poseer los bienes indispensables para cumplir los fines propuestos en su objeto.

La perdurabilidad de la tensión en las relaciones entre la Iglesia Católica y el Estado Mexicano, se mostró hace algunas semanas con la denuncia y condena de los cardenales Carlos Aguiar y Juan Sandoval, así como del sacerdote Mario Ángel Flores por actos de proselitismo político realizados en el contexto de las elecciones del mes de junio próximo pasado.

En el evento conmemorativo del XXX aniversario del restablecimiento de relaciones diplomáticas entre el Estado Mexicano y la Santa Sede, la Dra. María Luisa Aspe sostuvo, entre otras cosas, que en nuestro país “se mantiene una visión tradicional de un Estado que relega lo religioso a esa esfera indeterminada que se llama ‘lo privado’” y “se restringen las libertades de expresión y asociación de los creyentes, así como el potencial aporte que estos individuos pueden hacer, desde sus convicciones, a los procesos de formación de opinión pública”, por lo que se puede decir que todavía falta un largo camino para una laicidad abierta y la plena libertad religiosa en México.

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