Por Manuel Salinas Solís
A mediados del avilacamachismo en 1943 nació el Instituto Mexicano del Seguro Social. Había pasado más de un cuarto de siglo de cuando la Constitución ordenó la protección social a los trabajadores mexicanos. Tal orden sin embargo, había quedado atrapada en el papel de la Ley Suprema.
El nacimiento del IMSS ocurrió casi con fórceps debido a la oposición de los grupos empresariales que trataron por todos los medios de impedir que naciera la criatura, pero luego ya nacida le opusieron mil obstáculos para evitar que creciera y se expandiera por todo el país. Por eso durante sus primeros años digamos que su niñez, el Seguro concentró su presencia prácticamente en la capital de la república. La primera gran institución hospitalaria con la que comenzó a dar servicios fue el Hospital de la Raza llamado así porque su inauguración ocurrió el 12 de octubre de 1952. El ahora llamado Centro Médico La Raza se ubicó al norte de la Ciudad de México sobre la avenida Insurgentes, que ya para entonces era una zona industrial cuyos alrededores habitaban principalmente obreros y sus familias. Pocos saben que el señor Guillermo Flores Muñoz hermano de don Gilberto y su esposa la señora Guadalupe Ochoa de Flores Muñoz fueron quienes vendieron al gobierno el terreno sobre el que se edificó esta famosa institución hospitalaria.
La otra gran institución de protección a los trabajadores en este caso los que sirven al gobierno federal y a los que se refiere el apartado B del artículo 123 constitucional, comenzaron a gozar de protección cuando al finalizar 1959 la antigua oficina de Pensiones fue convertida por el presidente Adolfo López Mateos, en el actual Instituto de Seguridad Social al Servicio de los Trabajadores del Estado.
Pasados los inicios que fueron difíciles sobre todo para el Seguro, tanto éste como el ISSSTE vivieron su apogeo financiero en la década de los 60´s la época del “milagro mexicano”. Eran relativamente pocos los afiliados y eran también relativamente pocos los compromisos. De pronto se vieron ante un mundo de recursos que había que invertir lo mejor posible. Clínicas, tiendas para empleados, instalaciones deportivas y de recreación. Oaxtepec y La Trinidad en Tlaxcala fueron emblemáticos. El país se vio sembrado de unidades habitacionales levantadas por ambas instituciones que aún siguen de pie codiciadas por la gente que las compara con las viviendas de “interés social” que hoy construyen los desarrolladores de vivienda. Por aquellas épocas la República se llenó de teatros edificados por el IMSS. Hasta a nosotros en Tepic nos tocó uno. Antes de él solo contábamos con el pequeño auditorio del Centro Escolar Miguel Alemán el cual desde su inauguración fue escenario de los informes de los gobernadores en turno. Por aquellos años con don Benito Coquet al frente del IMSS y don Rómulo Sánchez Mireles en la dirección del ISSSTE la preocupación era, como sucedería años después con el boom petrolero, “¿en cómo administrar la abundancia?”.
Pero aquel país y el de hoy son diferentes. En aquel de 1943 había 30 millones de mexicanos hoy somos 130. Antes el promedio de vida era de 40 años, hoy somos más correosos y aspiramos a los 70 y más. Recién leía que hasta antes de la pandemia la expectativa para seguir resollando le rascaba los 75, después de ella nos dio un bajón a los 71. Esto que en buena medida se debe precisamente al buen actuar del IMSS y del ISSSTE reflejado en mejor salud para los mexicanos, hoy representa simultáneamente una carga cada vez más pesada para esas instituciones de Derecho Social como las llama el gobernador Navarro.
Dado a que la abundancia inicial de recursos no fue administrada con la debida prudencia más otros varios factores, la corrupción entre ellos y lo imposible de continuar sosteniendo ventajas de variado tipo en favor de representaciones sociales que antaño pudieron haber sido legítima o políticamente explicables pero que hoy son financiera, moral y políticamente inadmisibles, ambos organismos se enfrentan a importantes dificultades. Hoy el desafío consiste en hallar el modo de sacarlos del atolladero en que se encuentran. No es asunto fácil y tiene muchas aristas. Pero no hay de otra que juntar a todos los involucrados; gobierno, patrones, representaciones de trabajadores y sociedad civil que también es parte interesada y ponerse a platicar sin prejuicios, sobre la manera de salvar esas dos instituciones creadas por la República y cuyo fin fue y debe seguir siendo, asegurar el bienestar social.
Este lio que además no es privativo de la política social en México lo están enfrentado muchos otros países Estados Unidos y España incluidos. Allá no les quedó otra que sentarse a encontrarle solución. Lo más peliagudo es lo relativo a los sistemas pensionarios que amenazan con tronar si no se les dedica tiempo, paciencia y una inteligente e imaginativa atención. En el caso de nuestro Estado, y eso ayuda a entender muchas cosas, vale recordar que no fue sino hasta 1997 durante el gobierno de don Rigoberto Ochoa Zaragoza, cuando comenzamos a tener un Fondo de Pensiones. Estas anteriormente las decretaba el Titular del Ejecutivo y se cubrían directamente con cargo al erario público local. A diferencia de ahora, maestros y burócratas no aportaban un solo centavo. No hubo la debida prevención y las consecuencias serían en este momento más preocupantes de no haber mediado la atinada decisión rigobertista.
El asunto es que ya nos llegó la fecha y hay que poner manos a la obra y entrarle al toro con inteligente voluntad. En ninguna parte se ha descubierto todavía que la paralización de la vida del país, el enfrentamiento social y la violencia sean vías de solución para este ni para ningún otro problema social.