Por Salvador Cosío Gaona
La salud del presidente mexicano es una cuestión de Estado, pero en México los “mandantes” somos los mexicanos y debemos saber de qué está enfermo.
Hace semanas, finalmente el presidente mexicano lo reconoció. Aceptó de manera pública lo documentado en por lo menos una decena de ocasiones
Sí, finalmente dijo que está enfermo y que consume medicamentos para los padecimientos que presenta. Y eso no tiene nada de malo, todos estamos expuestos a enfermedades y padecimientos. Lo malo es la irresponsabilidad y la mentira.
Pero, además, con la desfachatez que le ha caracterizado en los casi cuatro años de gestión, también dijo que no son graves sus dolencias y que no le impiden desempeñar sus actividades, como jefe de Estado y de Gobierno.
Sin embargo, la salud del presidente, el diagnóstico sobre su estabilidad física y mental deben ser verificados por especialistas ajenos al primer círculo presidencial.
Porque sólo un panel de expertos puede determinar si a pesar de sus enfermedades, el mandatario debe seguir o no al frente de su responsabilidad constitucional.
De lo contrario, López Obrador no sólo pone en riesgo su salud personal, sino que se convierte en un peligro de Estado; un riesgo para la estabilidad del país y para el futuro de 130 millones de mexicanos.
Curiosamente en junio de 2014 el propio López Obrador propuso la renuncia de Enrique Peña Nieto, a consecuencia de una eventual enfermedad que se le atribuyó en esas épocas.
Y hoy, cuando el enfermo se llama López Obrador, no solo se ocultan los padecimientos, sino los fármacos y sus efectos.
Por eso, frente a la evidencia pública de que el mandatario mexicano padece distintas enfermedades –cuyos efectos ya aparecen a la vista de todos–, debemos insistir en las preguntas elementales. Las preguntas pueden llegar al infinito. Lo cierto, sin embargo, es que en toda democracia funcional es un derecho ciudadano conocer la salud, la enfermedad y los fármacos que consume el primer mandatario.
Y es que, según la Constitución, el poder dimana del pueblo y los ciudadanos son –somos–, los “mandantes”; aquellos que mediante el voto llevan al cargo de “primer mandatario”, al presidente.
De lo contrario asistimos a un inminente y potencialmente catastrófico riesgo de Estado. Y si lo dudan, la historia está plagada de tiranos que llegaron a excesos impensables a causa de sus enfermedades ocultas.
Desde el epiléptico Julio César, pasando por el paranoico Stalin, los bipolares Mussolini y Churchill; hasta las adicciones a la cocaína y al alcohol de Hitler –víctima de la enfermedad de Hybris–, sin olvidar al locuaz Donald Trump –que a las acusaciones de demencia respondió: “soy un genio muy estable”–; y el psicópata Putin –que esconde graves padecimientos mentales–, y a los también psicópatas norteamericanos Roosevelt, Johnson y Jackson.
Según algunos expertos, López Obrador podría padecer paranoia. La paranoia está determinada por dos ingredientes fundamentales, el delirio de grandeza y el delirio de persecución; la psiquiatría distingue en la misma además el error de juicio (predominio en la interpretación de signos) y una agresividad reivindicadora con respecto a los otros.
La idea del complot cada vez que López Obrador califica los sucesos políticos que pueden afectarle es, evidentemente, un componente de su delirio de persecución: “acusar a los demás de corruptos porque quieren acabar conmigo”, “se confabulan exhibiendo a los delincuentes porque quieren acabar con mi carrera”, “los empresarios hicieron el complot para no dejarme llegar a la presidencia en una ocasión”, “las televisoras se confabularon para que yo no ganara”, “sonaron las campanas en catedral porque la mafia política quiere acabar conmigo”. Pero, ¿quiénes quieren acabar con él?
Comenzó señalando al “innombrable”. Nunca ha explicado de manera coherente porqué le llama así a Carlos Salinas de Gortari; ¿Por qué no quiere o no lo puede nombrar? ¿Qué problema personal se lo impide?
Andrés Manuel ha mitificado inconscientemente de tal manera la figura de Salinas de Gortari, que le ha conferido tal capacidad de maniobra, tal poder: “es el innombrable, el non plus ultra, nadie puede más que él, quiere acabar conmigo”, que queda clara la figura patológica, el delirio de persecución solamente escondido para el que lo padece. Salinas fue, además, en una época, jefe de López Obrador; más que eso, jefe de sus jefes, “el jefe supremo”.
A Felipe Calderón lo llama “el pelele”; tampoco lo puede nombrar, el caso es equiparable al de Salinas de Gortari, ocupa precisamente el mismo cargo que tenía Salinas y “que le arrebató” a él, y se aplica el mismo análisis en consecuencia.
El otro síntoma de la paranoia, el delirio de grandeza, no requiere de mucha explicación: “México necesita a López Obrador, si no, el país se va a ir a la ruina, viene el caos”, “la única esperanza para que esta nación se salve es Andrés Manuel”, todos los demás, si están en su contra, forman parte del complot: Creel, Fox, la CIA, la DEA, Diego, Cuauhtémoc, Rosario, Ahumada, Calderón, Azcárraga, Claudio, Loret,…
Con esa lógica, la gente actúa no en base a sus propias cualidades y debilidades, el país ha ido hacia adelante o hacia atrás no debido a ingredientes generales de tipo económico, político, social y otros, sino porque “quieren acabar con Andrés Manuel”, ¿por qué?, porque saben que Andrés Manuel es el “rayito de esperanza”, “el que acabará con los malos y hará que prevalezca el bien”, “el salvador de la patria”, en otras palabras: el predestinado. Por eso ganó, el colectivo electoral se hartó del PRI y del PAN y vio aquí la oportunidad del supuesto verdadero cambio.
En la mayor parte de sus conferencias matutinas de prensa cuando era jefe de gobierno, y en las actuales con mayor incidencia, Andrés Manuel mostraba claras lagunas mentales al dirigirse a su auditorio, decía algunas palabras y su mente se quedaba en blanco hasta que volvía a pronunciar palabras que completaban (o pretendían hacerlo así) su idea; él lo explicaba aduciendo que “tenía que hablar despacito” para expresarse mejor, para no equivocarse, pero entonces basta que uno se pregunte ¿Por qué todos los demás no padecen esos espacios verbales? ¿Por qué los demás hablan “de manera normal”? para intuir que hay algún problema; tal vez nadie se lo haya dicho a Andrés Manuel, pero su enfermedad se llama “Epilepsia Mental” y la padece debido a que es más sensible orgánicamente a las presiones externas; es su manera de reaccionar a las presiones de la carga de trabajo, a sus problemas emocionales, familiares, laborales, de corrupción y excesos de colaboradores. Hay personas que ante las mismas presiones comienzan a sudarles las manos, tartamudean, se exasperan y gritan, se enojan, sobre reaccionan; de este punto se pasa a la verborrea incontenible, sin razonamientos, con exposiciones casi a gritos, que es lo que actualmente sucede a López Obrador.
Pero es evidente que esa es la manera errónea de responder a los problemas.
La personalidad adecuada para manejar una empresa, un país o un partido es la que reacciona con calma a las situaciones inesperadas; en las clínicas de la conducta, uno de los tests que se hacen a posibles ejecutivos es precisamente para saber cómo reaccionarán ante lo inesperado.
La reacción de López Obrador ante lo inesperado es siempre errónea, negativa.
La paranoia no es curable, la epilepsia mental es controlable a base de medicamentos, la reacción negativa a las situaciones inesperadas y el mecanismo de “negación” como defensa requieren muchos años de tratamiento psicoanalítico para solucionarse a la edad que tiene Andrés Manuel.
En otras palabras, Andrés Manuel no tendría cura para uno de sus principales padecimientos, lo que entonces es un grave riesgo para su desempeño como gobernante. Desafortunadamente para él ha tenido serios y complejos episodios de falla cardiaca lo que preocupa aún más, pues no se sabe si los fármacos que consume para mantener estable o lo más estable posible su salud, interfieren en la correcta toma de decisiones para conducir a este país. Nadie en su sano juicio debería desearle mal al presidente, pero es inadmisible que la conducción de una nación convulsa y polarizada esté en manos de alguien que aparentemente ya no está capacitado.
@salvadorcosio1