Volantín | The Washington Post pide a Biden defender la democracia en México (Primera parte)

Se desconoce que provocó que se saliera de la cartera y se volcara quedando aplastado; iba cargado con cerveza

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Una vez más, el influyente diario estadounidense, The Washington Post, se ha ganado el odio y toda clase de insultos por parte de miembros y simpatizantes de la Cuarta Transformación, luego de que en su editorial del pasado martes 29 de noviembre pidiera al presidente de los Estados Unidos de América del Norte, Joe Biden, intervenga para evitar que su homólogo mexicano, Andrés Manuel López Obrador, atente contra la democracia en este país. 

 De acuerdo con la publicación, “Estados Unidos no es la única democracia norteamericana que está en riesgo porque un presidente cree haber sido víctima de fraude electoral. En México, el populista de izquierda Andrés Manuel López Obrador (AMLO) perdió las elecciones presidenciales en 2006 por menos de un punto porcentual. Denunció un fraude, se negó a aceptar la derrota incluso después de que los tribunales rechazaran de manera unánime sus alegatos y movilizó a sus simpatizantes para bloquear una concurrida vía en la capital del país. Aunque al final cedió y presidentes de otros partidos gobernaron hasta 2018, López Obrador siguió obsesionado con las elecciones de 2006. Ahora que es presidente —tras haber ganado unas elecciones indiscutibles en 2018—, López Obrador está empeñado en rehacer el sistema electoral al que todavía culpa de haberle hecho fraude hace más de 16 años.

Las propuestas del presidente amenazan la independencia del sistema y con ello, la transición de México del autoritarismo a la democracia multipartidista que tanto le costó ganar. La institución crucial que López Obrador busca transformar, el Instituto Nacional Electoral (INE), legitimó su victoria de 2018. Sin embargo, el presidente retrata a la directiva del órgano como parcializada, elitista y derrochadora del dinero de los contribuyentes.

 López Obrador quiere un nuevo sistema en el que los votantes elijan una directiva de siete miembros de 60 candidatos, de los cuales el presidente, el Congreso y la Suprema Corte seleccionarían unos 20 cada uno; servirían durante seis años, la duración de un mandato presidencial en México. La susceptibilidad a la politización de esa directiva es evidente. En contraste, el INE actual consta de 11 miembros, seleccionados por su experiencia por un Comité Técnico de selección y luego confirmado por dos tercios de los votos de la Cámara de Diputados; cada uno sirve durante un periodo de nueve años. Las encuestas de opinión pública muestran que la mayoría sustancial de los mexicanos aprueba la labor del INE. Una reciente misión investigadora de la Unión Europea concluyó que el sistema actual de México funciona y goza de la confianza del público, y que el plan de López Obrador “conlleva un riesgo inherente de socavar esa confianza”.

 Un número cada vez mayor de mexicanos sospecha, con razón, que López Obrador está tratando de perpetuar el dominio de su partido incluso después del fin de su mandato en 2024, imitando así al sistema autoritario que prevaleció bajo el Partido Revolucionario Institucional durante el siglo XX.

 El 13 de noviembre, decenas de miles de personas marcharon en la Ciudad de México y otras ciudades para protestar contra el plan del presidente. López Obrador los calificó de clasistas y racistas, y acto seguido movilizó a sus simpatizantes, muchos de ellos transportados en autobuses desde regiones periféricas, para una contramanifestación en la Ciudad de México ayer domingo, una evidente demostración de fuerza mientras el Congreso dabate el tema. Aunque es probable que el presidente no tenga la mayoría de dos tercios requerida para enmendar la Constitución, López Obrador ha afirmado que intentará lograr sus objetivos a través de leyes secundarias, lo cual solo requiere de una mayoría simple.

 Ni el gobierno del presidente estadounidense, Joe Biden, ni el Congreso o el pueblo deben permanecer indiferentes ante estos acontecimientos. Estados Unidos tiene muchos intereses —comercio, energía, migración, narcotráfico— en México, pero ninguno es más importante que garantizar el florecimiento de la democracia. La Cumbre de Líderes de América del Norte del próximo mes  con López Obrador y el primer ministro canadiense, Justin Trudeau, le brinda al presidente Biden una gran oportunidad de transmitir ese mensaje en persona y de manera inequívoca”.

 Pero hay que decir que los editoriales del prestigioso diario para cuestionar, criticar y censurar el gobierno de Lopez Obrador son cada vez más frecuentes.

 El pasado 14 de noviembre, Luis Antonio Espino, quien es consultor en comunicación en México y autor del libro ‘López Obrador: el poder del discurso populista’, escribió una columna o titulada “Los mexicanos cambiamos la política por los gritos. Aún podemos solucionarlo”.

 En dicho texto se lee:

 “La demagogia es una forma de argumentación en la que no importan las ideas, la evidencia, los datos o los hechos, sino las identidades de las personas, sus lealtades de grupo y, sobre todo, su supuesta bondad o maldad. Divide al mundo en dos bandos irreconciliables y en lucha permanente: “ellos” contra “nosotros”. Es un atajo que evita el esfuerzo de pensar y nos permite expresar nuestros puntos de vista con la convicción de quien cree estar siempre del lado correcto.

 La experta en retórica Patricia Roberts-Miller explica que la demagogia es como las algas en un lago. En pequeñas cantidades, las algas son inofensivas y hasta cumplen un papel en el ecosistema. Pero si se reproducen fuera de control se vuelven un problema: consumen todo el oxígeno del agua, la enturbian, desplazan a otras plantas, dejan sin comida a los animales y amenazan a todo el lago. Llegado un punto, las algas solo permiten que crezcan más algas y eso es lo que hace la demagogia: crear un ambiente tóxico donde solo puede crecer más demagogia. Cuando eso sucede en una sociedad, quienes tratan de argumentar con base en evidencia se ven desplazados por los demagogos, quienes solo discuten para imponer su propia “realidad paralela” a los demás.

 En México llegamos a ese punto en el que la demagogia domina prácticamente todos los espacios de la conversación pública. Dejamos de hablar de los temas y nos enfocamos solamente en las personas y los bandos de “buenos” o “malos” a los que supuestamente pertenecen.

En la arena política, sin duda el demagogo en jefe es el presidente Andrés Manuel López Obrador, quien en vez de argumentos para persuadir usa insultos para denostar a sus propios conciudadanos. Pero no es el único. En su círculo hay aprendices aplicados, como el secretario de Gobernación, Adán Augusto López, quien trata de copiar la retórica divisiva de su jefe cuando afirma que los mexicanos que viven en el sur “son más inteligentes” que los del norte. Y hay aprendices rezagados, como la jefa de Gobierno de Ciudad de México, Claudia Sheinbaum, quien trata infructuosamente de ser polarizante contra instituciones del Estado como el actual mandatario. Ninguno ha podido lograr el mismo efecto sobre las masas que su mentor, debido sobre todo a su incapacidad para transmitir con su discurso emociones como el resentimiento, un motor poderoso de la retórica presidencial.

 La demagogia, sin embargo, no es monopolio del presidente y sus cercanos. Basta asomarse al Congreso mexicano para darse cuenta de que esta existe en todos los partidos políticos, en medio de una polarización aguda en la que las formas y el fondo dejaron de importar. Ante la negativa de la mayoría oficialista para negociar cambios a sus iniciativas de ley, legisladoras y legisladores de la oposición usan el podio para insultar, descalificar y agredir.  

 El lenguaje ha dejado de ser un instrumento de deliberación y se ha transformado en arma de confrontación. 

 Opinión.salcosga@hotmail.com

@salvadorcosio1

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