Morante de la Puebla escribió una de las páginas más brillantes en la historia del toreo. La tarde del miércoles, realizó una soberbia faena que mereció la concesión de las orejas y el rabo del bravo ejemplar “Ligerito” de la ganadería salmantina de Domingo Hernández.
De ligerito no tuvo nada el trasteo. Un portento de profundidad y empaque, armonía y ritmo. Si acaso era el diestro de las patillas quien parecía ligero de equipaje, etéreo, sin peso físico, abandonado. Morante-flotante, creando y recreando en cada suerte.
Fue su consagración como torero de culto frente a unos diletantes extasiados, entre los que se encontraba ese aficionado chipén que es don Antonio Echevarría, el hombre que ha dado la cara por la Fiesta frente a los embates de desinformados y asustadizos. Más elementos para su defensa de la tauromaquia habrá hallado don Toño al ver aquel portento de belleza, estética y plasticidad. La tauromaquia, compendiada en una pieza artística, sigue vigente, resistiéndose al anacronismo que le quieren adjudicar. Qué privilegio haber estado ahí. Es una de esas tardes que quedan grabadas en los anales de esa espontánea puesta en escena que es el toreo.

Morante cortó un rabo en La Maestranza después de 52 años cuando Ruiz Miguel conquistó uno en ese mismo albero de tonalidades amarillas. La fecha, 25 de abril de 1971. El toro, “Gallero”, número 100 de la mítica ganadería de Miura. Casualmente, Ruiz Miguel había entrado al cartel en sustitución de José Martínez “Limeño”. Medio siglo después, llegó Morante a dictar cátedra.
El sevillano acabó con el cuadro. Se confirmó como el máximo esteta de los ruedos. Es asimismo el torero de arte de mayor regularidad de la historia. Con él no cabe la consabida cantaleta de que hay que formar parte de su cuadrilla para verle un detalle esporádico. No es intermitente: triunfa en casi todas las tardes. Tiene un enorme valor y una solvencia técnica que le permiten dar el siguiente paso: eslabonar los pases con empaque, añadiéndoles aroma.
Arrimó el alma José Antonio. Monumental a la verónica, cadencioso en los delantales y las tafalleras y muy acoplado con la pañosa en la confección de un trasteo con pases interconectados, aderezados con adornos aflamencados. El toreo es el arte del acoplamiento. Tras ejecutar la suerte suprema, recibió los máximos trofeos. Delirio colectivo. Gargantas secas de tanta exclamación. Palmas enrojecidas de tanto aplaudir. Ojos arrasados de lágrimas. Gritos de ¡torero, torero!, como en los cosos mexicanos.
Mención especial merece el magnífico toro, que tuvo calidad, recorrido, repetición, codicia y nobleza. Muy merecida la vuelta al ruedo a sus despojos.
Un acontecimiento de gran calado, un hito en los libros de la lidia, el recordatorio contundente de que la Fiesta sigue viva.
