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sábado, agosto 2, 2025
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La transformación o las “ollas de Egipto”

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Por Ernesto Acero C.

Criticar lo que acontece en el país en nuestros días, de ninguna manera debe interpretarse como un apoyo a un pasado nefasto. Criticar el pasado, tampoco debe interpretarse como un apoyo a los errores del presente. El pasado y el presente tienen muchas diferencias y menos similitudes.

Viene al caso una historia plasmada en el Éxodo, tras la de la salida de los israelitas de Egipto. Esa historia tiene entre otras una lectura secular. La lección, desde una perspectiva laica, conviene traerla a nuestra propia escena. Sin inútiles perífrasis y con la misma fuente, dejemos en claro que los hipócritas adoradores del oro del becerro, ciernen el mosquito y tragan el camello.

La historia: cuando el pueblo hebreo sale de Egipto, “a los quince días del segundo mes después que salieron de la tierra de Egipto” (Ex. 16:1) se empezaron a escuchar voces de malestar, reclamos y expresiones de nostalgia por el pasado reciente: “Ojalá hubiéramos muerto por mano de Jehová en la tierra de Egipto, cuando nos sentábamos a las ollas de carne, cuando comíamos pan hasta saciarnos; pues nos habéis sacado a este desierto para matar de hambre a toda esta multitud” (Ex. 16:3). Nuestro caso ni siquiera es mejor que el del pueblo judío y algunas voces expresan nostalgia.

En el país hay quienes se lamentan por un pasado que según ellos fue mejor comparado con el presente; “Estábamos mejor cuando estábamos peor”, concluyen. El pueblo judío extrañaba, en su huida de Egipto, las ollas llenas de carne y el pan en abundancia. El pueblo mexicano no puede mostrar nostalgia por lo que no tuvo en su pasado reciente, por esas ollas de llenas de carne y por el pan en abundancia que tenían los judíos.

El país mostró durante el siglo XX avances y retrocesos, pero finalmente un estancamiento en las condiciones de vida de amplios sectores de la población. Lo mismo aplica en el caso de los tres últimos sexenios. La pobreza de millones de mexicanos se mantuvo, con pequeñas variaciones. Los extremos de desigualdad, han estado ahí, ofendiendo en la lógica de Salvador Díaz Mirón: “Nadie tiene derecho a lo superfluo mientras alguien carezca de lo estricto”.

El desempleo que lleva a la pobreza a las personas ha logrado abatirse parcialmente. Aquí conviene recordar palabras del pasado: “Gobernamos el barco, pero no la tempestad”. Hoy, el desempleo se asocia con el desastre de la economía del mundo y eso es imposible negarlo. La desigualdad es quizá una de las grandes causas de la irritación que en 2018 llevó a millones de personas, a votar contra unas propuestas y en favor de la que está en el gobierno. El país se dividió solamente en los resultados de las urnas pero esa división no nació ese día. La división subyacía desde hace mucho tiempo, en nuestra dramática realidad.

En México no hay ollas de Egipto. No hay un pasado por el que se pueda sentir nostalgia, no hay un pasado con ollas supuestamente llenas de carne y pan en abundancia. El gobierno actual tampoco hace llover maná del cielo.

Millones de personas heredaron una pobreza que sus padres no inventaron, dicho sea parafraseando a don Efraín Huerta. La pobreza estructural, esa pobreza que se actualiza por cada generación, sigue ahí en buena medida, pues no todos los problemas se han resuelto. La historia aún no termina. La transformación está en curso.

En 2000 nos prometieron una transición que no llegó: quizá ingenuamente esperábamos una glásnost. Quizá esperábamos una perestroika que tampoco llegó. Lo que se acercó a nuestra realidad fue el gato de Lampedusa, un engaño, la entrega de gatos por liebres (“Si queremos que todo siga como está, es preciso que todo cambie”, nos dice el palermitano).

Cuando se dirigen furibundas críticas al gobierno actual, ¿se pretende convencer a las personas de que antes estábamos mejor?, ¿nos quieren convencer de que cuando estábamos peor, estábamos mejor? Creo que no hay lugar para la nostalgia por unas ollas de Egipto que nunca estuvieron en manos de millones. Retomo interrogando: ¿alguien esperó, ingenuamente, un cambio a partir de 2000? No hubo ingenuidad: todos sabemos que un deseo no se encarna, no se cosifica necesariamente. Quienes mantenemos el idealismo, no perdemos ni objetividad ni realismo.

Vemos que hoy ocurren cosas de la misma manera que antes, pues los problemas como la violencia no se resuelven ni siquiera en una década. Los ríos de lágrimas se intentan presentar como críticas acerbas y lloriqueos por una “democracia” de “ellos”. Se lamentan los que antes fueron privilegiados, pero no por el daño a las instituciones, pues esas instituciones siguen de pie y (ese es el problema) funcionando y subsumidas a la lógica de los intereses personales (Merino dixit), como siempre lo han hecho. Como siempre, suma y sigue.

No hay ingenuidad en la gente de bien: la ingenuidad está en los malvados, porque parten del supuesto (mirando sus espejos) de que sus interlocutores son imbéciles. Hay quienes no se logran explicar la razón por la que el Presidente Andrés Manuel López Obrador mantiene altos niveles de aceptación. No entienden que no entienden: el Presidente endereza sus baterías, a diario, contra aquellos privilegiados por ese pasado, contra quienes se quedaron con las ollas de Egipto y con Egipto mismo.

Dudo que las personas decidan desandar el camino para volver a un fatídico pasado que se promete como futuro promisorio. En 2000 deseábamos un cambio, a pesar de que sabíamos que no sobrevendría y que sería imposible de construir en un escenario kakistocrático.

Sencillamente procede plantear una interrogante: si hoy estamos mal, ¿eso quiere decir que debemos avanzar hacia el pasado para asegurar un futuro mejor? En serio, ¿procede volver a hacer las mismas cosas de la misma manera, esperando resultados diferentes? No creo.

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