Por Heriberto Murrieta
Se han cumplido cincuenta años de uno de los episodios más emotivos en la historia de los toros en México.
En marzo de 1974, Luis Procuna tuvo una despedida épica en la Plaza México. Diez años antes, al escindirse de la principal unión de matadores y fundar su propio sindicato, Luis dejó de ser contratado por las empresas, se alejó por completo de los ruedos y se fue a trabajar como gerente de una fábrica de ron. Pero surgió la posibilidad de salir del ostracismo para decir adiós. Encabezó el cartel, alternando con Jesús Solórzano Pesado y Eloy Cavazos, para lidiar ejemplares de la ganadería michoacana del ingeniero Mariano Ramírez.
Con 50 años cumplidos, el agitanado diestro de San Juan de Letrán, vestido de blanco con bordados en plata y cabos negros, con su inconfundible mechón difuminado en la cabellera entrecana, acometía su última proeza. Toreo de entrega y sentimiento que hizo vibrar a la multitud presente en el gigantesco embudo y la que seguía el festejo por la tele, con la narración del ilustrado Pepe Alameda. El maestro de la crónica tuvo la sensibilidad para captar y transmitir la emoción irresistible de aquellos momentos formidables.
Como relámpagos retrospectivos surgieron sus derechazos barrocos y los destellos de la más deslumbrante pinturería. En algún momento, Procuna interpretó la suerte de su invención, la sanjuanera.
Su última faena fue el compendio de una trayectoria marcada por los claroscuros, una personalidad carismática, los ataques de pánico frente al toro, la fuerte conexión con el público y el papel protagónico en la magistral película “Torero”, de 1956. Quedaban atrás sus proverbiales “espantadas” y los gritos hirientes de quienes desde el tendido lo azuzaban: ¡Arrímate, “Precuna”!
Con la marcha tardía del popular “Berrendito”, ya no quedaba en activo ningún torero de la Época de Oro del toreo mexicano.
