Por Heriberto Murrieta
Se han cumplido 20 años de la muerte de Antonio Lomelín.
El día en que el toro “Bermejo” de Xajay le abrió el vientre de un navajazo, comprendí el tremendo valor de Antonio. Era el 16 de febrero de 1975 en la Monumental Plaza México, alternando con el español Antonio José Galán y el tijuanense Rafael Gil “Rafaelillo”. Con un sentido de supervivencia fuera de lo común, al ver sus propios intestinos tirados, con su forma laberíntica y su aspecto de masa apelmazada y gelatinosa, Lomelín los recogió de la arena y los llevó de vuelta a la cavidad abdominal. Cualquier otro se hubiera desmayado del dolor y la impresión.
Ese valor rayano en la inconciencia fue el común denominador de la carrera del combativo diestro acapulqueño. Valiente y atrabancado era Antonio en los primeros años sesenta cuando irrumpió en la placita de La Aurora, semillero de otros grandes de la época como Manolo Martínez.
Antonio fue un banderillero desprovisto de elegancia pero de gran precisión y espectacularidad. Con la muleta mantenía el alto voltaje. Solía iniciar sus faenas con el péndulo, dejando quietas las zapatillas. Entremezclaba los derechazos recios y templados con aquellos otros donde miraba a los tendidos, dando un aire tremendista a sus trasteos. Y con la espada fue implacable. Perfeccionó su técnica letal gracias a los consejos de José Alameda, y desde entonces fue raro verlo perdiendo las orejas por culpa de alguna falla con la espada.
Antonio Lomelín vivió la vida a tope, atropellando la razón. En el toreo valiente que practicaba se concentraban su disipación, su espíritu libre y su conducta entrona e intemperante. Su vida fue en sí misma una alarde temerario.