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jueves, julio 31, 2025
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El padre Josafat: maestro, párroco y ecónomo (In memoriam)

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De una manera cada vez más frecuente en estos tiempos ―a través de las redes sociales y más específicamente por medio de un mensaje “whatsappero” del Dr. Efraín Razura en el que compartía un comunicado publicado por la Diócesis de Tepic en su página de Facebook en la que se pueden leer un buen número de comentarios al respecto― me enteré de la muerte de monseñor José Josafat Herrera Betancourt, acaecido en su natal y cálida Tecuala el miércoles 29 de mayo a una hora en que, de acuerdo con el texto de los evangélicos sinópticos, murió Jesús de Nazaret: a la “hora nona”, es decir, a las tres de la tarde, que no se limita a un dato cronológico, sino que, de acuerdo con el evangelio según San Juan tiene que ver con “la hora” de Jesús, la hora de volver al Padre, la hora que sellará una nueva alianza entre Dios y su pueblo, entre el cielo y la tierra, entre el tiempo y la eternidad…

Como nos suele suceder a quienes estamos convencidos que con la muerte “la vida no termina [sino] se transforma”, de manera inmediata vinieron a mí esos sentimientos encontrados que suelen acompañar a la recepción de este tipo de noticias, sentimientos de mayor o menos intensidad de manera directamente proporcional a los lazos que nos unen con la persona fallecida: tristeza y gozo: tristeza porque alguien a quien conocimos, con quien tuvimos a lo largo de su vida diversos tipos de encuentros y cierto tipo de relaciones de esas que en la década de los setenta se denominaban “primarias”, es decir aquellas en que nos relacionamos con la persona misma y no con alguien que desempeña un rol que otra persona podría desempeñar…

Y, por supuesto, como también suele suceder en esas coyunturas vinieron a mi mente una serie de recuerdos, de esos que se guardan en la memoria, esa facultad humana interior que para San Agustín era, ni más ni menos que la imagen del Padre en nuestra alma…

Y dado que la memoria es una y múltiple ya que guarda recuerdos provenientes de los sentidos, de la inteligencia y del corazón, así como recuerdos provenientes de otras personas, vinieron a mi conciencia, entre otros, estos recuerdos que ahora y aquí dedico a la memoria del padre Josafat…

El más lejano en el tiempo que vino a mí, proviene de mi hermana Imelda, en aquellos años finales de la década de los sesenta en que hablaba de dos sacerdotes que le daban clases en la Secundaria del Colegio México: el padre Lepe y el padre Herrera; aquel, a quien ―a diferencia de lo que suele recordar de él quienes estuvieron en el Seminario― quería mucho porque era muy amable y condescendiente con sus alumnas; éste ―Josafat― a quien no quería tanto porque era bastante más exigente que don Ricardo…

Personalmente, recuerdo al padre Josafat celebrando misa en la cripta del Templo de Nuestra Señora del Carmen [entonces en construcción] a las dos de la tarde [¡!], esa misa que solía celebrar [en 15 minutos cuando mucho el pablo Pablo Maciel]…

Años después, el ciclo que ingresé al Seminario Diocesano de Tepic, sito en la Ex Hacienda El Tecolote [donde se ubican actualmente las oficinas diocesanas], recuerdo comentarios de quienes a partir del año siguiente serían mis compañeros en el primer año de Filosofía de sus clases de latín, en latín [¡Quinto año de estudios de esta lengua!] en que tenían que aprender de memoria unos largos versos clásicos latinos de los que todavía hoy son capaces de recitar algunos…

Sería, sin embargo, durante los tres años de estudios filosóficos cuando tendría una relación más directa con el padre Josafat ―en cuyo desordenado cuarto comentaban mis compañeros que habían visto las olimpiadas de México 68―: el primer año, con clases de economía de las que sólo recuerdo algo acerca de los ciclos de la economía [producción, circulación, distribución y consumo o algo así]; el segundo año, con clases de sociología con base en el libro Sociología, de Joseph H. Fichter, de las que recuerdo los temas del “estatus”, los “roles” y los “grupos de presión”; el tercer año, clases de doctrina social de la Iglesia con otro libro de editorial Herder y de las que recuerdo sólo los nombres de Federico Ozanam y monseñor Ketteler y una frase “en 1880 cambió el clima” con la que hacía[mos] una crítica de los exámenes puntuales que el padre Josafat solía aplicar…

Con la llegada de don Adolfo Suárez Rivera vendrían cambios muy significativos en el Seminario y en la diócesis, entre los que, en el contexto de estas palabras, destaca la salida de tres pilares de la formación: el padre Ricardo García Lepe, el padre Josafat Herrera y el padre Salvador Méstico y su nombramiento como vicario general, ecónomo diocesano y secretario-canciller respectivamente.

De esa etapa del padre Josafat ―quien desde años atrás era maestro en la naciente Universidad de Nayarit en el Programa Académico de Economía― recuerdo ir a su oficina “a rendir cuentas” de los ingresos en la Vicaría Fija de Santa Isabel y, sobre todo, aquel día que fui a recoger los 1,200 dólares del “borsino” que era el apoyo económico que el Colegio Piolatinoamericano exigía a las diócesis que enviaban sacerdotes a estudiar a las universidades romanas para sus gastos personales a lo largo de dos años [600 por cada año]…

¿Por qué recuerdo tanto ese día?

¡Porque alrededor de mil de los mil doscientos dólares me los entregaron en billetes de “one dollar”, un día antes de mi partida!

La otra faceta del padre Josafat a la que haré mención en estas palabras es la de párroco en el templo de San Juan Bautista de la colonia del mismo nombre en la que se desempeñó como tal un buen número de años que no soy capaz de precisar y en cuya casa parroquial vivió hasta tiempos recientes, mucho más allá de la finalización de su nombramiento oficial como párroco, siguiendo una costumbre que años atrás hizo posible el reclamo del edificio que ahora ocupan las oficinas de la diócesis que había venido siendo ocupado por la Preparatoria México, cuyos propietarios se presentaban como dueños de un edificio del que la diócesis no tenía otra evidencia que presentar que el padre Josafat que seguía viviendo en ese inmueble.

Padre Josafat, confiando en que no cuestionará mi expresión final, le digo: “Requiesquia in Pace Domini nostri!”.

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