Después de dedicar varias de mis colaboraciones previas a diversos asuntos políticos en el contexto del cambio de poderes en nuestro país, tenía pensado volver a lo que, de alguna manera considero “más mío” y dedicar la siguiente [no deportiva] a la Segunda Sesión de la XVI Asamblea General del Sínodo de los Obispos que se está celebrando en Ciudad del Vaticano desde el pasado 2 de octubre y hasta el domingo 27, la cual, por cierto, ha tenido poca cobertura mediática fuera de los medios especializados.
Sin embargo, primero, el asesinato del P. Marcelo Pérez el domingo 20 y la muerte del P. Gustavo Gutiérrez, pionero de la Teología de la Liberación Latinoamericana, me ha hecho posponer ―poner en pausa para utilizar una expresión que recientemente se ha “viralizado”― ese tema y dirigir la atención, de nueva cuenta y en primer lugar, a esas tierras chiapanecas y, más concretamente, a esa Iglesia profética que peregrina en la diócesis de San Cristóbal y, como en alguna ocasión anterior, con motivo de la muerte de un sacerdote diocesano; esta vez, de una muerte violenta que, en respuesta a la noticia recibida a través de WhatsApp y acompañada de un documental denominado “La Furiosa Realidad – Padre Marcelo”, me movió a una lacónica ―casi telegráfica― respuesta: “muerte lamentable [aunque] explicable y [desgraciadamente] esperable”…
En términos generales, las reacciones ante esta muerte violenta ―que bien puede calificarse como martirial, no solo en sentido etimológico [= testimonial], sino también en sentido técnico-teológico con el significado de “una persona que muere debido al testimonio de su fe”―, salvo en el caso de la diputada Patricia Armendáriz que en “X” se atrevió “a sospechar que el crimen organizado ha rozado a la Iglesia” y a insinuar que ese “roce” sería la fuente de bienes que tenía el Padre Marcelo.
En ellas se reconoce la valentía de sus acciones ―motivadas en ese canto setentero de Los Guaraguao “No basta rezar” al que, por cierto, se refirió AMLO en una mañanera, precisamente en el contexto del asesinato de los sacerdotes jesuitas Javier Campos Morales y Joaquín César Mora Salazar y del comunicado de la Iglesia Católica para convocar a una jornada de oración por la paz y construcción de un camino de justicia y reconciliación ante la violencia del país― así como el carácter religioso del compromiso con las comunidades en las que desempeñó su ministerio presbiteral y las acciones que llevó a cabo como Coordinador de la Pastoral Social de la Provincia de Chiapas en contra de las injusticias, en defensa de la tierra, en la búsqueda de la paz, acompañando a los desplazados, mediando para conseguir la liberación de funcionarios públicos retenidos y, de un tiempo a la fecha, tratando de evitar que el Estado de Chiapas quedara sometido y esclavizado por el crimen organizado.

Tal como lo afirma Luis Hernández Navarro en su artículo dedicado al P. Marcelo, entre las fuentes eclesiales de su compromiso se deben mencionar el Documento de Aparecida, surgido de la V Conferencia General del Celam y la figura de San Óscar Arnulfo Romero cuya imagen llevaba plasmada en las camisetas que solía vestir.
El propio Hernández Navarro, en otro artículo publicado apenas dos diez antes del asesinato del P. Marcelo, nos da pistas para contextualizar esa muerte: un entorno en que “la guerra civil llama a la puerta” y que resume en unas pocas palabras: “Chiapas es un polvorín. Secuestros, asesinatos, amenazas de muerte y bloqueos se extienden por todo el territorio”.
Entre las reacciones más claras y contundentes ante el asesinato del P. Marcelo se encuentra el Boletín No. 23 del Centro de Derechos Humanos Fray Bartolomé de Las Casas publicado ese mismo domingo 20 de octubre.
En ese Boletín se lee lo siguiente:
“El padre Marcelo Pérez fue objeto de constantes amenazas y agresiones por parte de grupos de la delincuencia organizada, por lo que la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) ordenó al Estado mexicano la implementación de medidas cautelares en su favor desde 2015. Desafortunadamente el gobierno mexicano fue omiso y aquiescente para atender las causas de fondo de las amenazas en su contra. Lejos de su protección el Estado mexicano lo criminalizó, fomentó el señalamiento en su contra y lo persiguió judicialmente mediante una orden de aprehensión.
Desde el Consejo Directivo y el Centro de Derechos Humanos Fray Bartolomé de Las Casas, expresamos nuestra contundente condena por este crimen de lesa humanidad, responsabilidad del Estado mexicano por no prevenir, garantizar y proteger la integridad y vida del párroco Marcelo Pérez, así como por su tolerancia y aquiescencia hacia los grupos de la delincuencia que operan en Chiapas.”
Ahora bien, la muerte y, obviamente, el asesinato de alguien que “se mueve y es” desde su fe exige intentar una lectura que lo “lea” desde ese punto de vista, “sub specie aeternitatis”.
Desde ese punto de vista de una fe encarnada, para la que “no basta rezar”, el asesinato del P. Marcelo es una muestra, la más grande, de su amor y la vida no le fue quitada, sino que él la ofrendó como ese Buen Pastor que dio la vida por las ovejas y que dijo: “Por eso me ama el Padre, porque doy la vida para recobrarla después. Nadie me la quita, yo la doy voluntariamente”.
Es verdad, en Chiapas, “la guerra civil llama a la puerta” como dice Luis Hernández Navarro, pero, desde esa otra perspectiva, ese domingo mientras ocho balazos entraban por la puerta de su camioneta y “acababan con su vida” “el que estuvo muerto y vive ahora por los siglos de los siglos” llamaba a su puerta y Marcelo escuchó su llamada, abrió su puerta, entró a Su casa y cenó con Él llevando en sus manos “los clamores de su pueblo” y cantando “no basta rezar, hacen falta muchas cosas ―¡hasta estas!― para conseguir la Paz”…