A menudo resuena una cuestión en mi cabeza, una que lancé en el 6 abril de 2022: ¿qué es ser hombre? Una pregunta aparentemente sencilla, pero cargada de complejidad en tiempos donde los modelos tradicionales de masculinidad parecen haber colapsado bajo el peso de las nuevas expectativas sociales. Esta interrogante, tan antigua como el propio concepto de género, parece más urgente que nunca. Y es que, si algo es cierto, es que estamos viviendo un momento de transición donde la masculinidad, tal como la conocíamos, se encuentra en una encrucijada.
Para muchos, esta reflexión tiene poco de novedoso. El concepto de masculinidad ha estado en el centro del debate durante años, pero hoy parece que las preguntas ya no son las mismas. ¿Es posible que, después de siglos de un concepto rígido y dominante de lo que significa ser hombre, estemos al borde de un cambio radical en nuestra identidad como género? Y no me refiero a un cambio superficial, una mera modificación de las palabras y etiquetas, sino a una transformación profunda que redefina nuestro papel dentro de la sociedad.
Apenas ayer se celebró el Día Internacional del Hombre, una fecha que, aunque existe desde 1992, no ha logrado tener la misma relevancia ni el mismo eco que el Día Internacional de la Mujer. Esto no es casual. En nuestra cultura falocentrista, siempre ha existido una visión monolítica de lo que significa ser hombre, un ideal que ha sido impuesto y que, lejos de fomentar una diversidad de modelos, ha limitado el desarrollo y las posibilidades del hombre en sociedad. Como se mencioné en Hombre tenías que ser, estamos viendo cómo figuras como el “mujeriego”, el “borracho” y el “padre ausente” dominan la percepción popular del hombre, dejando poco espacio para aquellos que buscan alternativas más saludables y responsables.
Hoy, me atrevo a decir que la masculinidad está siendo puesta a prueba. Las viejas definiciones de fuerza, control, rudeza y distancia emocional han sido desplazadas, pero no porque hayamos encontrado nuevos modelos más inclusivos, sino porque simplemente ya no parecen funcionar. Ya no somos tan fácilmente etiquetables como los hombres de antaño: aquellos que cumplían con un rol claro y sólido, que no se cuestionaban a sí mismos ni su lugar en la jerarquía social. Sin embargo, al intentar escapar de esa rigidez, nos hemos encontrado con un vacío. La falta de modelos alternativos claros, o incluso la resistencia a crear estos nuevos paradigmas, nos ha dejado a muchos perdidos en una especie de limbo de identidad.
¿En qué momento dejamos de evolucionar? Esta pregunta, tan cargada de desazón, es difícil de responder. Lo cierto es que las generaciones actuales se enfrentan a un contexto diferente al de sus padres y abuelos. La globalización, los cambios sociales impulsados por los movimientos feministas y LGBT+, la crisis económica global y, especialmente, las transformaciones tecnológicas han generado un escenario de incertidumbre.
Sin embargo, en lugar de intentar adaptarnos a las nuevas circunstancias, hemos optado por recrear, de una forma u otra, los viejos moldes. Esta es la paradoja: queremos liberarnos de los estándares tradicionales de la masculinidad, pero muchas veces caemos en nuevas formas de rigidez, disfrazadas de modernidad.
Los términos “hombres deconstruidos” y “nuevas masculinidades” han ganado popularidad, sin lugar a dudas. Pero, si bien son necesarios para replantear nuestra relación con el concepto de ser hombre, me pregunto si no estamos cayendo en el mismo error: la creación de un nuevo “ideal” masculino que, aunque se venda como progresista, acaba siendo igualmente excluyente.
Es aquí donde, según algunos críticos, radica uno de los mayores peligros del proceso de deconstrucción: aquellos que se autodenominan “hombres deconstruidos” o “nuevas masculinidades” terminan siendo tan rígidos como los machistas de antaño. ¿Qué diferencia hay entre imponer los viejos estereotipos de la virilidad y crear nuevos modelos igualmente inflexibles?
Este fenómeno no es nuevo. Lo que estamos viendo hoy en día, en cierto modo, refleja la misma dinámica que observamos en los movimientos feministas: una reacción legítima contra un sistema opresivo, pero que en algunos casos también acaba tomando formas autoritarias que no permiten la libre expresión. En lugar de promover una masculinidad que acepte y celebre su pluralidad, se ha creado una nueva “norma” que exige que todos los hombres se ajusten a una nueva idea de lo que deben ser. Y aquellos que no cumplen con las expectativas, ya sean por no ser suficientemente “deconstruidos” o por no adherirse a las nuevas normas de la corrección política, quedan relegados al margen, como si no merecieran participar en esta conversación.
La deconstrucción verdadera no pasa por crear nuevos moldes, sino por la capacidad de cuestionarnos como individuos. La masculinidad no es algo que se pueda reducir a una lista de “buenas prácticas”, ni mucho menos a un código de conducta que todos debamos seguir al pie de la letra, no existe un manual. De nada sirve cambiar los términos si no estamos dispuestos a mirar hacia adentro y cuestionar nuestras propias actitudes, prejuicios y comportamientos.
La masculinidad, en su forma más auténtica, debe ser entendida como un proceso continuo de aprendizaje, evolución y, sobre todo, escucha. Escuchar a los demás, entender sus vivencias y ser capaces de incorporar esas experiencias en nuestra propia construcción como hombres.
En este punto, es necesario también reconocer que la crisis de la masculinidad no solo se debe a una cuestión cultural o de identidad, sino también a una serie de factores sociales y económicos que han cambiado las reglas del juego. Vivimos en un contexto donde, para muchas personas jóvenes, la transición a la adultez es cada vez más difícil.
Enrique Rey Vázquez lo menciona de manera excelente y ejemplifica mejor todo lo dicho anteriormente en su artículo Niñores o ‘bros’ de gimnasio o coleccionistas de ‘funkos’: ¿por qué hay una generación de hombres que no maduran?
Además, hace hincapié en que el coste de la vida se ha elevado a niveles insostenibles, y las expectativas laborales son cada vez más exigentes. En muchos casos, los hombres, especialmente los más jóvenes, no pueden permitirse el lujo de “hacerse adultos” de manera tradicional. Esos “nuevos modelos de hombre” que tanto se critican, como el culto al cuerpo en el gimnasio o el afán por coleccionar figuras de acción, son en realidad síntomas de una frustración mucho más profunda: la imposibilidad de acceder a una vida estable y autónoma, y la necesidad de encontrar alguna forma de escapar de una realidad que no ofrece muchas soluciones.
Al final, lo que parece claro es que las identidades rígidas, sean del tipo que sean, no son la respuesta a los problemas que enfrentamos hoy como hombres. No es suficiente con crear términos nuevos, con cambiar de etiquetas, sin haber primero hecho un trabajo profundo de reflexión sobre quiénes somos realmente y qué queremos ser.
La verdadera deconstrucción de la masculinidad debe comenzar por la aceptación de nuestra vulnerabilidad, por la capacidad de reconocer que no tenemos todas las respuestas y que, a veces, es necesario aprender de quienes piensan diferente a nosotros.
El Día Internacional del Hombre debería ser más que una efeméride vacía, más que una excusa para conmemorar lo que “somos”. Debería ser una invitación a un proceso colectivo de reflexión, a revisar nuestras prácticas cotidianas, a cuestionar las viejas ideas de virilidad y a construir una masculinidad que, en lugar de encerrarse en estereotipos, sea capaz de reconocer la pluralidad de experiencias humanas. Sólo así lograremos crear nuevos modelos y también redescubrir el verdadero sentido de ser hombre en este siglo XXI. Ser hombre hoy no debería ser un destino impuesto, sino un camino constante de autodescubrimiento y de crecimiento compartido.