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viernes, agosto 1, 2025
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Ruega por hallarte en Mí

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Como todo en la vida, haber dejado atrás ―de manera definitiva― los años de vida pastoral [14] y laboral [30], ha traído consigo “luces” y “sombras”, ventajas y desventajas.

La principal desventaja ―a casi un año de distancia de haber dejado de trabajar para la UAN y a casi dos de haber dejado de colaborar en la CDDH― parece ser el vivir [sin hacerlo como signo de pertenencia o simpatía con el movimiento que las proclama, ni del todo como opción] en austeridad republicana con tendencia a la pobreza franciscana…

Pero, la gran ventaja ―que compensa con creces las desventajas― ha sido, sin que quepa la menor duda, la recuperación de “mi” tiempo, ese intangible que se ofrenda a lo largo de los años a “Mamoná” [dios del dinero] para poder sobrevivir, y la consiguiente libertad de poder dedicar, una buena parte de él, a aquello en lo que encuentro gozo e instantes de plenitud. En mi caso, deportes, series y lecturas [desde aquellas que versan sobre lo que acontece día con día hasta las que ofrecen vislumbres de eternidad].

Convencido que a estas alturas de la vida la lectura se torna más intensiva que extensiva, más fuente de degustación que de adquisición de saberes, a lo largo de este año he dedicado muchas horas a “ensayar” esa que se ha dado en llamar “lectio divina”, un tipo de lectura conformado por cuatro momentos: lectura, meditación, oración y contemplación de acuerdo con la “Scala claustiarium” [Escalera para los enclaustrados] del monje cartujo de finales del siglo XII, Guigo II; y lo he hecho, básicamente, a través de una obra temprana del monje trapense Thomas Merton: “Semillas de contemplación”, publicado en inglés 1949, revisada, ampliada y publicada como “Nuevas semillas de contemplación” en 1961.

Probablemente, el mensaje fundamental de esta obra de espiritualidad cristiano-trinitaria radica en las palabras que aparecen casi al inicio de la traducción al español publicada en la revista “Cistercium” de la Abadía de Viaceli el año 2009: “Cada momento y cada acontecimiento de la vida terrena de todo hombre siembra algo en su alma. Pues como el viento lleva millares de invisibles y visibles semillas aladas, así la corriente del tiempo lleva consigo gérmenes de vitalidad espiritual que se depositan imperceptiblemente en el espíritu y la voluntad de los hombres”.

Un poco más adelante escribe: esas “semillas plantadas en mi libertad por la voluntad de Dios son las de mi propia identidad, mi propia realidad, mi propia felicidad, mi propia santidad”, identidad, realidad, felicidad y santidad que no son sino cuatro elementos constitutivos de lo que cada uno de nosotros es, porque mi identidad no es sino mi realidad, lo que soy realmente, y el llegar a ser lo que soy es la fuente do mana mi felicidad, que, a su vez, se identifica con mi santidad, esa a la que estamos llamados todos y cada uno de los seres humanos desde toda la eternidad.

Y es precisamente, en torno a esa identidad, realidad, felicidad y santidad que he encontrado en la “lectio divina” que he venido intentando en cuanto a mí toca [sus tres primeros pasos ―lectura, meditación y oración―] que he encontrado las “semillas” más fecundas de ese texto mertoniano.

Y en torno a ellas ―reconociendo que se trata de “una incursión en lo indecible”― quiero dejar fluir unas “palabras” de esas que, por un lado, es claro que se quedan muy lejos de lo que pretenden expresar y que, por otro, no pueden quedar sin ser expresadas porque “hablarían las piedras”…

A este asunto de la identidad, realidad, felicidad y santidad está dedicado, muy especialmente, el capítulo 3 de “Semillas” y lleva por título “Ruega por hallarte a ti mismo”, pero, es hacia el final del capítulo anterior que empieza a esbozar las claves de nuestra identidad-realidad, esa que conduce a la santidad y a la felicidad…

La primera clave la expresa así: “El secreto de mi identidad está oculto en el amor y misericordia de Dios”. Esta clave primera, en un mundo postcristiano y postreligioso suena como algo anacrónico y falto de sentido…

Eppur, es, sin duda, una afirmación que cuestiona, de raíz, el yo que se constituyó como centro de la realidad y del sentido a lo largo del periodo denominado modernidad y abre sendas insólitas e inesperadas.

Ese mismo yo que, visto desde esa perspectiva mertoniana, no solo no es la fuente más profunda de mí, sino que ―y aquí estaría la segunda clave de mi identidad―, nos aleja de nuestra identidad-realidad auténticas: “mis esfuerzos naturales por hacerme más real y más yo mismo, me hacen menos real y menos yo mismo”, por lo que “para llegar a ser yo mismo, debo dejar de ser lo que siempre pensé que deseaba ser, y para hallarme a mí mismo, debo salir de mí, y para vivir debo morir”.

Por si esto fuera poco, hay una tercera clave para encontrar nuestra identidad-realidad: la convicción de que “ningún ejercicio natural [vaciar la mente de todo pensamiento y todo deseo; retirarse al centro de nosotros mismos y concentrar todo lo que hay dentro de ti en el punto en que tu vida surge de Dios] puede llevarte a un vital contacto con Él”.

De ahí que ―y esta sería la clave de las claves de nuestra identidad-realidad― solo cuando Dios “colma las infinitas distancias entre Él y los espíritus creados para amarlo, con misiones sobrenaturales de Su propia Vida [el Padre, que reside en las entrañas de todas las cosas y en mi propio ser, me comunica su Verbo y Su Espíritu, y en esas misiones soy atraído a su propia vida y conozco a Dios en Su mismo Amor”], “el descubrimiento de mi identidad empieza y se perfecciona […] porque es en ellas en las que Dios mismo, llevando en Sí el secreto de quien soy yo, empieza a vivir en mí no solo como mi Creador, sino como mi otro y verdadero yo”.

Palabras misteriosas, tal vez difíciles de creer y de entender…

Por ello, esas palabras que incursionan en lo indecible, desembocan, en “Semillas” en una plegaria: “¡Oh Dios! Justifica mi alma y llena mi voluntad con el fuego de Tu Amor!”…

Una oración que también podría expresarse ―con osadía provocadora―: ¡Hállate en mí!

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