El 2024 será un año que muchos recordarán como el momento en que la adaptación se convirtió en una necesidad urgente, tras una crisis mundial provocada por el virus SARS-CoV-2. Aunque los peores momentos de esa época han quedado un par de años atrás, persisten lecciones valiosas, algunas de las cuales, al parecer, han sido olvidadas o pasadas por alto.
Hoy dos crisis, que no son nuevas, han emergido como recordatorios de nuestra vulnerabilidad y de la urgencia de replantear nuestra relación con el medio ambiente, el dengue y los incendios forestales. Ambas problemáticas, aunque en apariencia distantes, comparten un denominador común, la responsabilidad humana.
Nayarit, es un espejo de esta realidad nacional. Este año, nuestra entidad ocupa el segundo lugar nacional en incidencia de dengue y está cerrando el año con una alarmante tasa de 414 casos confirmados por cada 100 mil habitantes. Mientras algunos podrían encontrar consuelo en el descenso al octavo lugar en casos acumulados totales, los 5 mil 618 contagios confirmados y las 34 muertes registradas y validadas por las autoridades competentes, nos recuerdan que no hay espacio para la complacencia. La persistencia de brotes durante el invierno, algo muy atípico, dan fe que esto es un fenómeno inusual y preocupante y deja claro que enfrentamos una crisis sin precedentes.
Pero el dengue no es el único enemigo que enfrentamos. Los incendios forestales, una tragedia ambiental recurrente, tanto que se ha llegado a tal punto que nuestra sociedad los ha normalizado, mal llamándola “temporada de incendios”, como si se tratara de un fenómeno natural. Sin embargo, según datos de la Comisión Nacional Forestal (Conafor), el 98.67 por ciento de estos incendios son causados por la acción humana.
Con 83 mil 834 hectáreas quemadas hasta el último informe emitido el 19 de diciembre, Nayarit ocupa el octavo lugar nacional en superficie afectada. Incendios como el de El Saucito, que arrasó con 5 mil 980 hectáreas de vegetación en el municipio de Del Nayar, ponen en evidencia la magnitud del problema y las limitaciones de nuestra respuesta, ya que dicho incendio duró más de 20 días.
Estas crisis no son eventos aislados ni accidentes desafortunados. Son la consecuencia de un círculo vicioso alimentado por la acción humana, cambios climáticos que favorecen la proliferación de mosquitos transmisores de dengue, y actividades humanas que generan incendios y destruyen nuestros ecosistemas. Este ciclo destructivo se ve agravado por la falta de infraestructura adecuada, la burocracia que retrasa las respuestas y una cultura de prevención aún insuficiente.
El caso del incendio de El Saucito es emblemático. Con más de 5 mil hectáreas afectadas en una zona protegida por su biodiversidad única, el siniestro puso a prueba no sólo los recursos materiales, sino también la voluntad de las autoridades y la comunidad para proteger lo que nos queda. Mientras brigadistas arriesgaban sus vidas, el sistema burocrático ralentizaba las alertas y complicaba el acceso a la zona. Este es un reflejo de las fallas estructurales que debemos enfrentar y que al parecer la Conafor quiere atacar con la implementación de una app para denunciar los incendios en tiempo real, pero ¿toman en cuenta que en las zonas serranas no hay señal? Esto también pondrá a prueba al Estado y expondrá más necesidades estructurales existentes en el país.
Además, este incendio, el de El Saucito, sucedió en a la Cuenca Alimentadora del Distrito Nacional de Riego 043, un área natural protegida que alberga especies endémicas y microendémicas tanto de flora como de fauna. Perder hectáreas en esta región no sólo significa destruir biodiversidad, sino también poner en riesgo los servicios ambientales de los que dependen las comunidades cercanas. Y esto no ocurre de manera aislada, otros incendios como los de los predios El Cangrejo y Santa Gertrudis también han dejado su huella devastadora.
Por si fuera poco, el acceso a las zonas afectadas es extremadamente complicado. Los habitantes, en su mayoría comunidades pequeñas y aisladas, a menudo no cuentan con los recursos ni con la atención inmediata que requieren. Las brigadas enfrentan retos logísticos enormes, desde recorrer caminos accidentados hasta lidiar con la falta de equipos adecuados.
Mientras tanto, los incendios forestales siguen aumentando en magnitud y frecuencia. Entre 2020 y 2023, el área afectada por estos incendios en el estado creció de manera alarmante en un 674 por ciento. Aunque este año el estado descendió al octavo lugar, después de haber ocupado el cuarto puesto en 2023, la diferencia fue mínima, con tan sólo 7 mil 66 hectáreas menos.
Sin embargo, a diferencia del año pasado, cuando se registraron 167 incendios con un promedio de 544.31 hectáreas por incendio, este año se superó ese promedio, alcanzando las 595 hectáreas por incendio el más alto jamás registrado en el estado, aunque con sólo 141 siniestros. Este hecho evidencia cómo las voraces llamas continúan consumiendo cada vez más territorio año tras año.
Las estadísticas presentadas por la Conafor no sólo reflejan un aumento en el número de incendios a nivel nacional entre 2023 y 2024, sino también en su intensidad y duración. Por ejemplo, los incendios de más de 100 hectáreas aumentaron un 27.5 por ciento, y aquellos que duraron más de 7 días se incrementaron en un 103.6 por ciento. Esto ocurrió a pesar de un aumento del 60.5 por ciento en el número de brigadistas dedicados a combatir los incendios. El impacto acumulado de estas crisis no sólo afecta a nuestra flora y fauna, sino también a nuestra salud y economía.
Es imposible ignorar cómo estos incendios afectan algo más que el paisaje, contaminan el aire, destruyen fuentes de agua y contribuyen al cambio climático, que a su vez alimenta nuevas crisis sanitarias. Así, los incendios forestales y el dengue se convierten en caras de una misma moneda, la incapacidad de reconocer los límites de nuestro impacto en el planeta.
Frente a este panorama, la acción no es sólo deseable; es imperativa. Necesitamos estrategias integrales que aborden tanto la prevención como la mitigación de estas crisis. La educación ambiental y en salud debe convertirse en una prioridad desde las escuelas hasta los programas comunitarios. La inversión en infraestructura adecuada como equipamiento y caminos seguros para la atención de emergencias no puede seguir postergándose. Y, sobre todo, se requiere una colaboración efectiva entre las autoridades, las comunidades locales, las organizaciones no gubernamentales y ciudadanía.
Nayarit no puede seguir siendo un espectador pasivo en su propia tragedia. Si algo nos enseña este 2024, es que la pronta reacción no basta. Es tiempo de actuar con decisión y compromiso para romper este ciclo de destrucción y construir un camino hacia la sostenibilidad. La historia de Nayarit está llena de resiliencia, sólo vean todo lo que como nayaritas hemos soportado; hoy, esa fortaleza debe guiarnos hacia un cambio profundo y duradero. Debemos enfrentar estos desafíos con un sentido de urgencia, por el presente, pero, sobre todo, por las generaciones futuras que heredarán esta tierra.