“La envidia de la virtud / hizo a Caín criminal. / ¡Gloria a Caín! Hoy el vicio / es lo que se envidia más”
Antonio Machado
Nunca sé es muy tarde para morir de envidia. La envidia, nos dice el diccionario, es la “Tristeza o pesar del bien ajeno”. La realidad nos dice también que la envidia puede ser furia, odio, amargura, frustración, resentimiento de una persona contra otra que posee cosas materiales o inmateriales que el envidioso no posee. Puede ser que el envidioso ni siquiera tenga interés en poseer lo que tiene el objeto de su envidia, lo que complica una definición de tal antivalor. Lo peor de todo es que el envidioso puede tener parte de lo que tiene el objeto de su envidia.
Es verdad que el odio es un veneno que toma uno para que muera otro. El odio es concomitante a la envidia. Por eso, la envidia hace mal al envidioso en el plano físico. A eso se refiere Erasmo de Roterdam, cuando señala que “entre las pasiones observamos también que hay algunas que guardan una estrecha afinidad con el cuerpo, como son la lujuria, la gula, la pereza, la ira, la soberbia y la envidia”. El envidioso es un enfermo de odio.
Una actitud del envidioso lo desnuda. El envidioso no puede, no quiere y no sabe reconocer las virtudes de los demás. El envidioso no sabe reconocer que otras personas tengan el derecho de poseer cosas materiales o espirituales. No obstante, el envidioso se dobla, se parte en dos ante las manifestaciones de poder. El envidioso se agacha ante el poder económico o político; el ángulo que dibuja el lomo del envidioso es mayor en la medida que es mayor ese poder ante el que se empina.
El envidioso ansía ser centro gravitatorio de la escena. El envidioso puede carecer de méritos o hasta puede ser una figura ejemplar en el campo en el que se desenvuelve. No obstante, el personaje que envidia odia a todo aquel que se cubra de méritos o valores. El envidioso no hace ni deja hacer, o hace, pero odia al que haga o intente hacer.
El envidioso no reconoce valores en los demás, porque no los tiene. El envidioso es egoísta, necesita alimentarse de los reflectores y no le bastan 15 minutos de fama. Es egoísta porque no permite que el resto de las personas pueda sobresalir, aunque no sea ese el deseo de la persona que es objeto de envidia. El egoísta se alimenta de reflectores o al menos eso es lo que desea, lo merezca o no lo merezca. A los envidiosos no les bastan los quince minutos de fama prometidos por Warhol, pues requieren alimentarse de reflectores, de alfombra roja y hacerlo de manera cotidiana.
El envidioso es vaciedad porque nunca satisface su hambre de protagonismo. De nuevo, no importa que se posean o no los méritos suficientes, para realizar tareas que el envidioso no quiere que hagan otros. El ego del envidioso es un pozo sin fondo, que nunca se llena: que no se llena de aplausos, merecidos o inmerecidos; que no se llena de cosas materiales que ni siquiera necesita.
El envidioso no reconoce valores ni antivalores. No reconoce valores porque el núcleo de todos sus intereses es él mismo. Lo único que vale es su ego, lo que vale es su persona y lo demás no sirve para nada, desde su punto de vista (claro). La diferencia entre un valor y un antivalor no existe para el envidioso, pues si los valores no existen no existen tampoco los anti valores.
El envidioso es egocentrista, como podemos concluir, porque el universo mismo solamente puede moverse en su entorno. Una y otra vez, el envidioso es egocentrista frustrado por ser inepto o mediocre o ambas cosas. El talento, la inteligencia, la creatividad, nada de ello es óbice para que el envidioso se descubra, para que se desnude mostrando sus miserias espirituales.
El envidioso puede vivir en la abundancia material y puede tener el reconocimiento social a su obra que puede ser monumental. Para la envidia no existen límites. Bien se dice en el libro de Santiago, que “la sabiduría que es de lo alto es primeramente pura, después pacífica, amable, benigna, llena de misericordia y de buenos frutos, sin incertidumbre ni hipocresía”. Quizá se refiere a la humildad que debe acompañar la vida misma de las personas.
Quizá la idea de la envidia también ha evolucionado por haberse ella misma transformado. En la antigüedad se asociaba la idea de la envidia a la noción de venganza y en cierta medida, del equilibrio y era prerrogativa de los dioses. Esa es la razón por la que se desarrolló la imagen de dioses violentos, tiránicos, no obstante, el enorme poder que concentraban. Demasiado éxito de los simples mortales, no podía ser permitido por los dioses. Hoy, la envidia se ha hecho algo terrenal.
Como podemos ver, la envidia es un veneno que enferma a quien se le atraviese en la pobreza o en la abundancia, que enloquece a los tontos y a los genios. La envidia tiene vida propia y hace de cualquiera su esclavo. La envidia es infelicidad, es suplicio para quien la padece. La envidia es democrática.
No es sencillo mantenerse ajeno a la envidia, pues la humildad es un sacrificio que no cualquiera se atreve a vivir. Sí, la humildad es quizá la mejor vacuna para un mal tan destructivo como lo es la envidia. La humildad, ¿es puerta hacia la felicidad? No, la humildad no conduce a la felicidad, pero sirve para dirigirse a ella. La felicidad no es condición eterna y la envidia sí puede serlo. Lo que procede es actuar con humildad y tomar esas pequeñas porciones de felicidad.