La incertidumbre de no encontrar a un ser querido es un dolor difícil de comprender, algo que sólo quien lo vive puede entender en su plenitud. Como mencioné en una ocasión en otra columna, “sólo quien la carga sabe el peso de la cruz”. Lo he visto, mi familia lo ha vivido. En aquel lejano 1978, desapareció el único hijo varón de mi bisabuela Beatriz. Diez años después nací yo, y desde que comencé a tener conciencia, recordaba a mi abuela sentada en la puerta de su casa, con la mirada fija en cada persona que pasaba, como si esperara encontrar, entre el mar de rostros, el de su hijo perdido.
Nadie entendía su dolor, pero mis tías y mi madre me contaban que, en las pocas ocasiones que su cuerpo lo permitía, salía corriendo, gritando a todo pulmón el nombre de mi tío, buscando respuestas que nunca llegaron. No puedo imaginar cuán desgarrantes debieron ser esos momentos, esos gritos.
Cuando empecé a comprender la vida por mí mismo, mi abuela ya era una mujer callada, de voz suave, quizás por todos esos años de gritar su pena al viento. Vivió hasta los 91 años, sin saber nada de su hijo, pero siempre esperándolo. Ese vacío nunca dejó de pesar sobre su alma.
Las historias de desapariciones han marcado generaciones, transformándose en heridas que no sanan. En nuestra época, esta tragedia sigue repitiéndose. Miles de familias, buscan a más de 124 mil de los suyos según el Registro de Personas Desaparecidas y no localizadas, buscan desesperadamente a sus seres queridos, enfrentando la indiferencia e indolencia de las autoridades y la impunidad que permite que el horror sea perpetuo.

Las imágenes que emergieron del denominado “Auschwitz mexicano” o, como algunos otros lo llamaron, la “escuelita del terror”, ubicadas en el rancho Izaguirre, en Teuchitlán, Jalisco, trajeron consigo una luz tenue, pero al mismo tiempo esperanzadora. Esa luz iluminó a muchas familias que, durante días, meses y hasta años, habían buscado, esperado y llorado por el regreso de sus seres queridos. Entre tantas historias, una de las que más conmovió a la comunidad fue la posible aparición de una mochila con estrellas, tal como la había descrito Don José Luis Castillo Carreón, el padre de Esmeralda Castillo, muchos conocerán su historia situada en Ciudad Juárez, Chihuahua.
En 2014, a Don José le informaron que habían encontrado los restos de su hija. Cuando llegó al lugar, le entregaron un hueso. Desesperado, preguntó por las circunstancias de su muerte, pero las autoridades le respondieron con una frialdad que caló hondo: ni siquiera podían confirmar que los restos fueran de ella, y le pidieron que se resignara, que aceptara la tragedia, que su hija ya estaba muerta. El caso fue cerrado, considerando el suceso como un feminicidio, y con ello, la búsqueda por parte de las autoridades terminó. Sin embargo, el dolor de Don José Luis seguía intacto. A pesar de la indiferencia oficial, intentó realizar pruebas de ADN, pero se las negaron.

La sombra de la incertidumbre siguió envolviendo su alma, mientras las puertas continuaban cerrándose una tras otra. Por ello, cada año, al llegar el 8 de marzo, Don José sale a marchar y gritar el nombre de su hija, un hombre que no ha perdido la esperanza y que sigue pidiendo que no olviden a Esmeralda. Él, ya cansado, siente cómo el tiempo le pasa factura, sus pies ya no pueden más, pero su voz no se apaga.
La familia de Esmeralda, por su parte, ha salido a decir que la mochila encontrada no es la que ella llevaba el día de su desaparición, aunque agradecen profundamente a todos los que se preocuparon por ellos y les enviaron mensajes para alertarlos, agradecen que la memoria de su hija siga viva en quienes se mantienen atentos a su búsqueda.
A través de estos relatos, otras historias de dolor y esperanza también salieron a la luz. Como la de una joven pareja originaria de Tepic, que partió en busca de un futuro mejor, de un trabajo que les prometiera estabilidad. Durante un tiempo, sus familiares y amigos temieron que se hubieran olvidado de ellos, pues dejaron de contestar mensajes y llamadas. Y es que, tristemente, muchos jóvenes que salen de sus ciudades natales a menudo no regresan, sabiendo que el futuro en su hogar es incierto, que la esperanza se desvanece con el paso de los días, y que las promesas de una vida mejor en otro lugar son, quizás, lo único que les queda.

Y como esas historias abundan, no sólo en Teuchitlán, Jalisco, la tragedia se extiende a lo largo y ancho del país, mostrando una realidad que pocos quieren ver. En agosto de 2023, en la comunidad de Los Sabinos, en Lagos de Moreno, también en Jalisco, se descubrió un horno crematorio rústico, una macabra huella de la barbarie que consume vidas sin remordimiento. El 15 de octubre de ese mismo año, el colectivo Guerreros Buscadores de Jalisco halló otro crematorio improvisado, esta vez en un predio de la colonia Francisco Silva Romero, en Tlaquepaque. La historia no terminó ahí. El 25 de marzo de 2024, el mismo colectivo encontró dos hornos más en una finca de la colonia Las Pintitas, en El Salto. Sin embargo, a pesar de la magnitud de estos hallazgos, el eco nacional no fue el mismo que en Teuchitlán; el silencio persiste, como si estas vidas perdidas fueran menos valiosas.

Y no es sólo en Jalisco donde la tierra guarda secretos oscuros. En Guerrero, jóvenes desaparecen y son forzados a trabajar en los campos de amapola, condenados a una vida de sufrimiento bajo la amenaza de la muerte. En Tamaulipas, restos humanos han aparecido en tambos llenos de ácido, una imagen espantosa que nos habla de la crueldad que habita en los rincones más oscuros del país. En San Luis Potosí, desde 2019, los colectivos de buscadores han desenterrado decenas de fosas y campos de exterminio, en municipios como Moctezuma, Ciudad Valles y Rioverde, siendo este último descubierto en febrero de este año y sobre él, poco se dijo.
En México, la tierra sigue hablando, desvelando lo que el Estado continúa silenciando, lo que las cifras oficiales omiten o distorsionan, o incluso descalifican lo sucedido y lo tratan como “golpeteo político”. Mientras la tierra exhala sus secretos, las voces de aquellos que ya no están, aquellas que fueron apagadas por la violencia, siguen exigiendo justicia. Siguen pidiendo, a través del viento y del silencio, que no los olviden.
El 16 de marzo, todo el país se vistió de luto. Las plazas y explanadas principales se llenaron de veladoras encendidas, de zapatos con fotos, de gritos que desgarran el aire y súplicas dirigidas a un gobierno que, en lugar de buscar a los desaparecidos, se limita a dar “ayudas”, a delegar su responsabilidad a otros, como si la búsqueda fuera una tarea ajena. Mientras todos dormían, las veladoras continuaban ardiendo, consumiéndose lentamente, como la esperanza de cientos, de miles, de aquellos que siguen esperando el regreso de un ser querido. Esa luz, aunque tenue, es todo lo que les queda, una pequeña llama que no se apaga, pero que, como ellos, se va consumiendo poco a poco.