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viernes, agosto 1, 2025
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Letras del director | Somos almas malditas

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Existe una película —la llamaremos Almas malditas— cuyo título se ha perdido por completo en la niebla de mi memoria. La trama corre así: un grupo de personas que estuvo presente durante la crucifixión de Cristo sin mover un dedo, maldecidas por su indiferencia, aparecen idénticas a lo largo de la historia en cada gran tragedia, sin poder jamás romper el círculo. Esa historia, aunque difusa y difícil de rastrear, encierra un poderoso mensaje sobre la culpa colectiva que brota de no hacer nada.

En la vida real, nosotros también cargamos con una suerte de maldición cuando nos volvemos cómplices involuntarios de catástrofes sociales. Cada vez que ocurren hechos atroces y la indiferencia nos paraliza, repetimos la escena de Almas malditas: miramos, callamos y seguimos caminando. Así, sin darnos cuenta, regresamos a ese Gólgota interior que atestigua nuestra falta de acción.

Basta con contemplar la trágica estadística de los primeros tres meses de 2025 en Nayarit: siete feminicidios y dos muertes violentas de mujeres. Cada uno de esos casos es una herida abierta que nos interpela, un eco doloroso que llama a la compasión y a la urgencia de intervenir. Y sin embargo, muy a menudo, la reacción es tibia, distante, casi muda. ¿No encarnamos así a los mismos personajes de la vieja cinta cuyo título no puedo recordar? ¿No confirmamos que las almas malditas siguen resonando en cada historia donde la sangre se derrama sin una voz que al menos se conmueva?

La gran enseñanza que Almas malditas deja —esa fábula trágica de la apatía— es que la inacción perpetúa el sufrimiento. Somos nosotros, con nuestros silencios, quienes prolongamos la sombra de esos crímenes. Cada vez que no alzamos la voz, cada vez que no exigimos justicia ni nos tendemos la mano, seguimos estancados en la misma escena, en esa parte del guion donde el dolor pasa de largo y nadie se atreve a detenerlo.

Pero toda maldición tiene, al menos en la ficción, una forma de romperse. Y en nuestra realidad no es distinto: la chispa que termina con la condena es la solidaridad activa, la voluntad de impedir que otro hecho terrible suceda sin que tratemos de cambiarlo. Un acto de empatía, una exigencia de justicia, una movilización ciudadana —éstas son las llaves que abren la jaula de la indiferencia y nos recuerdan que el cambio empieza cuando dejamos de mirar hacia otro lado.

Tal vez jamás encuentre, desmemoriado de mí, la versión completa de Almas malditas ni recordemos sus diálogos exactos, pero su mensaje, en el fondo, ya lo vivimos. Nosotros somos las almas que vuelven a las tragedias sin haber aprendido, hasta el día en que decidamos escribir un desenlace diferente. En esa valentía de enfrentar la injusticia yace la auténtica redención, el antídoto contra la condena eterna de la apatía. Y sólo entonces podremos afirmar que, por fin, hemos roto el hechizo.

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