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viernes, agosto 1, 2025
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Carta de Francisco a sus hermanos obispos de los Estados Unidos

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En medio de tanta y tanta información, la semana pasada ―a través de una publicación [que, ahora y aquí me ha sido imposible rastrear] de un amigo de verdad en la red social que ha sido relacionada con el pecado capital de la vanidad― me enteré [no sin antes verificar la veracidad de su existencia] de una carta escrita por el Papa Francisco a los obispos de los Estados Unidos de América y, como suelo hacerlo, la busqué en la página oficial del Vaticano y la encontré en su versión original ―en inglés― y en las traducciones al español, francés e italiano.

En la publicación antes referida, la carta parecía tener un acento anti-Trump. Sin embargo, al leerla ―no sin antes caer en la cuenta que su publicación se dio apenas unos días antes del ingreso al hospital del Obispo de Roma― me dejó una impresión muy distinta: la de estar leyendo la Carta del apóstol San Pablo a Timoteo o a Tito, o bien ―aunque con un tono menos incisivo― alguna de los mensajes a las Siete Iglesias del capítulo 2 del Libro del Apocalipsis.

En un poco más de mil palabras ―una medida que, a pesar de ser demasiadas para un artículo como este he adoptado de hecho― se dirige a sus “Queridos hermanos en el episcopado” para apoyarlos y animarlos en los “delicados momentos que viven como Pastores del Pueblo de Dios que camina en los Estados Unidos de América”.

El hecho concreto al que se refiere Francisco es el “inicio de un programa de deportaciones masivas” ante el cual reconoce “el valioso esfuerzo” de sus hermanos en el episcopado trabajando “de manera cercana con los migrantes y refugiados, anunciando a Jesucristo y promoviendo los derechos humanos fundamentales.

Reconociendo el derecho de una nación a defenderse y mantener a sus comunidades de aquellos que han cometido crímenes violentos o graves mientras están en el país o antes de llegar”, sostiene con firmeza:

«La conciencia rectamente formada no puede dejar de realizar un juicio crítico y expresar su desacuerdo con cualquier medida que identifique, de manera tácita o explícita, la condición ilegal de algunos migrantes con la criminalidad.

El acto de deportar personas que en muchos casos han dejado su propia tierra por motivos de pobreza extrema, de inseguridad, de explotación, de persecución o por el grave deterioro del medio ambiente, lastima la dignidad de muchos hombres y mujeres, de familias enteras, y los coloca en un estado de especial vulnerabilidad e indefensión.»

E inmediatamente después ―no sin antes reconocer que es preciso “promover la maduración de una política que regule la migración ordenada y legal”― escribe:

«Un auténtico estado de derecho se verifica precisamente en el trato digno que merecen todas las personas, en especial, los más pobres y marginados. El verdadero bien común se promueve cuando la sociedad y el gobierno, con creatividad y respeto estricto al derecho de todos […] acogen, protegen, promueven e integran a los más frágiles, desprotegidos y vulnerables.»

Tras esas consideraciones éticas y de filosofía del derecho, Francisco ofrece un apunte de antropología teológica ―tan breve como profundo y subrayado con signos de admiración― que contrasta con las visiones cuyo punto de partida y centro está constituido por individuos aislados:

«¡La persona humana no es un mero individuo, relativamente expansivo, con algunos sentimientos filantrópicos! La persona humana es un sujeto con dignidad que, a través de la relación constitutiva con todos, en especial con los más pobres, puede gradualmente madurar en su identidad y vocación.

Preocuparse por la identidad personal, comunitaria o nacional, al margen de estas consideraciones, fácilmente introduce un criterio ideológico que distorsiona la vida social e impone la voluntad del más fuerte como criterio de verdad.

Cuando hablamos de “dignidad infinita y trascendente”, queremos subrayar que el valor más decisivo que posee la persona humana, rebasa y sostiene toda otra consideración de carácter jurídico que pueda hacerse para regular la vida en sociedad. Por lo tanto, todos los fieles cristianos y los hombres de buena voluntad, estamos llamados a mirar la legitimidad de las normas y de las políticas públicas a la luz de la dignidad de la persona y sus derechos fundamentales, no viceversa.»

En una carta-exhortación como esta ―que pudo ser el último texto publicado en vida por Francisco― no podía faltar la iluminación explícita bíblica y de la Doctrina Social de la Iglesia…

La primera referencia: el itinerario de la esclavitud a la libertad del Pueblo de Israel narrado en el Libro del Éxodo capaz de iluminar el fenómeno de la migración y de “reafirmar no sólo nuestra fe en un Dios siempre cercano, encarnado, migrante y refugiado, sino la dignidad infinita y trascendente de toda persona humana.

La segunda, “El Hijo de Dios, que al hacerse hombre, también eligió vivir el drama de la inmigración”.

La tercera, citando al Papa Pío XII en su Constitución Apostólica sobre el cuidado de los migrantes [Exsul Familia] del 1 de agosto de 1952:

«La familia de Nazaret en exilio, Jesús, María y José, emigrantes en Egipto y allí refugiados para sustraerse a la ira de un rey impío, son el modelo, el ejemplo y el consuelo de los emigrantes y peregrinos de cada época y país, de todos los prófugos de cualquier condición que, acuciados por las persecuciones o por la necesidad, se ven obligados a abandonar la patria, la amada familia y los amigos entrañables para dirigirse a tierras extranjeras.»

Como remate de esta carta, una exhortación que se extiende a todos los fieles de la Iglesia Católica y a todos los hombres y mujeres de buena voluntad “a no ceder ante las narrativas que discriminan y hacen sufrir innecesariamente a nuestros hermanos migrantes y refugiados [y] a construir puentes que nos acerquen cada vez más, a evitar muros de ignominia, y a aprender a dar la vida como Jesucristo la ofrendó, para la salvación de todos”.

Y una plegaria a la Guadalupana:

«Que la ‘Virgen morena’, que supo reconciliar a los pueblos cuando estaban enemistados, nos conceda a todos reencontrarnos como hermanos, al interior de su abrazo, y dar así un paso adelante en la construcción de una sociedad más fraterna, incluyente y respetuosa de la dignidad de todos».

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