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viernes, agosto 1, 2025
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Entre el horror y el temor

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Cuánta tinta ha corrido en nuestro país y en otros países del mundo a propósito de la violencia en nuestro país, particularmente acerca de las muertes que no solo pudieron no suceder, sino que, después de sucedidas han quedado impunes, sin saberse a ciencia cierta quiénes eran, quienes son los responsables de esos homicidios dolosos y, por lo consiguiente, sin que los perpetradores y los autores intelectuales recibieran las penas correspondientes y, como consecuencia, sin que a las víctimas y a sus seres queridos se les hiciera justicia…
En un contexto en que ya no es la tinta que se convierte en lenguaje de los medios escritos, sino los bites cargados en la red electrónica mundial [www] y, muy especialmente, en las benditas-malditas redes sociales es prácticamente imposible dar cuenta de todo lo que se publica en torno a un tema específico…
Como suele suceder, sin salir del tema amplio de la violencia y, probablemente, ante las versiones oficiales acerca de la disminución de los homicidios dolosos durante el sexenio anterior y en los seis meses de la presente administración que ―como era de esperarse en un entorno polarizado― ha sido cuestionada con diversos argumentos [cambios en la clasificación de los homicidios y maquillaje de las cifras, entre otros], la mirada crítica se ha dirigido al fenómeno de las desapariciones no solo en sí y por sí mismo, sino como una de las razones que explicarían la disminución de los homicidios con base en que toda aquella persona que se ha catalogado como desaparecida y cuyo cuerpo no ha sido localizado no puede considerarse muerta aunque pueda estarlo y que, en un contexto de violencia como el que se vive en nuestro país, no solo puede estarlo, sino que, probablemente, lo está.
No parece posible saber cuántos millones de bytes se han utilizado para abordar el tema general de la violencia en nuestro país y los temas más específicos de homicidios dolosos y desapariciones en nuestro país, pero sí es posible distinguir ―aunque no sea fácil hacer la disección indispensable― en lo que se ha dicho y escrito al respecto entre los hechos y las opiniones, entre los datos duros y las posturas asumidas por quienes hablan o escriben al respecto…
Independientemente de la postura que se asuma en relación con los gobiernos neoliberales y con los gobiernos cuatroteístas, el número de homicidios dolosos y de desapariciones en los casi veinte años más recientes es un hecho escandaloso, que debiera provocar horror y que, sin embargo, se ha ido no solo normalizando, sino trivializando y convirtiendo en una lucha narrativa de carácter político en que todo aquello que se dice o se escribe te lleva a ser ubicado en uno o en otro de los dos bandos en que ―artificialmente― se divide a la población…
De ahí el temor que surge a la hora de decir o escribir algo acerca de esos hechos innegables y, sin embargo, hay momentos es que es inevitable hacerlo aunque, en casos como el mío, crítico por carácter y formación, se me pudiera catalogar como neoliberal, traidor o carroñero…
Ese temor a decir o escribir algo acerca del horror, sin embargo, puede y debe desempeñar un rol positivo, unido al otro término utilizado por Sören Kierkegaard en una de sus obras más famosas: “Temor y temblor”, un difrasismo [de nuevo este término] que implica caer en la cuenta de que aquello de lo que se va a decir o escribir algo tiene un carácter sacro, por lo que es preciso descalzarse y cuidar mucho cada palabra, cada byte…
En medio de los millones de bytes dedicados al asunto del rancho Yzaguirre de Teuchitlán, Jalisco, me han llamado especialmente mi atención dos artículos, ambos publicados en El Universal: “Las 59 mujeres de Teuchitlán”, escrito por Juan Pablo Becerra-Acosta y publicado el 22 de marzo y “Matar desde los once años”, escrito por Héctor de Mauleón el día 26 del mismo mes.
¿Por qué estos dos artículos? Porque muestran que la horrorosa violencia que padecemos en nuestro país ―cuya responsabilidad principal recae, por omisión más que por acción, en el Estado Mexicano, con sus tres niveles y de manera secundaria en las organizaciones del crimen organizado― alcanza de manera concreta a dos grupos particularmente vulnerables: las mujeres y los niños, esos grupo que, en otros tiempos eran poco menos que intocables en conflictos de las mafias criminales.
En su artículo ―desgraciadamente solo accesible a quienes cuentan con suscripción al “Gran Diario de México”― De Mauleón pasa revista a varios casos concretos de “niños sicarios”: [Damián, quien a los nueve años mató a su primera víctima por orden de los Zetas; que a los quince años llevaba en cuenta 17 muertos y había ordenado el asesinato de 300 personas. “El Ponchis” que mataba gente desde los 11 años por órdenes de un jefe del Cártel de Sinaloa] y hace referencia a un estudio realizado por la Secretaría de Gobernación en el que se hace mención de niños de entre 6 y 12 años que realizan funciones de mensajería, halconeo y transporte de sustancias adictivas y de adolescentes de entre 13 y 17 años que colaboran en el cobro de piso, vigilan casas de seguridad, participación en la producción, el trasiego y la venta de drogas al menudeo y se involucran en actividades de secuestro, sicariato y desaparición de cuerpos.
Becerra-Acosta por su parte, a partir del hallazgo de 47 blusas y 12 vestidos deduce que son prendas de 59 mujeres y plantea una serie de preguntas de las que transcribo algunas: ¿dónde están? ¿Quiénes son? ¿De dónde proceden? ¿qué les pasó? ¿Fueron secuestradas para que trabajaran ahí en labores de cocina y limpieza y todas esas actividades que imponen a las mujeres los machismos jalisciense y mexicano? ¿Algunas de esas mujeres fueron levantadas para luego ser abusadas sexualmente en el lugar y después las ejecutaron, enterraron y desaparecieron?
Y afirma: “Detrás de cada prenda hay un rostro, una mirada, una boca, una nariz, una piel, una voz, una historia. Un nombre, una vida que tenemos que conocer, que tenemos que recuperar”.
Y concluye con unas palabras que hago mías: “Teuchitlán no será el talón de Aquiles de la Presidenta. Tampoco del gobernador. Y si lo fuera, no será relevante, más allá del mundillo de la política. Caerían ellos, pero nada cambiará. Teuchitlán, como tantas otras tragedias de las guerras narcas de este siglo, es el talón de Aquiles de nuestra sociedad”.

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