El pasado 25 de marzo participé en misa en un templo del que prefiero no compartir su ubicación, por obvias razones. El cura recordó la crucifixión descrita en el Evangelio de Lucas, acompañado Jesús por dos hombres en el suplicio: uno lo insultaba y el otro, Dimas, defendió su inocencia y pidió ser recordado en su reino. Se reconoció merecedor del castigo y reclamó que Jesús no merecía ese trato.
Mientras salía del templo, pensé en la política mexicana, donde proliferan supuestas redenciones sin explicaciones claras. El Movimiento Regeneración Nacional (MORENA) ha crecido con tal rapidez que atrae a figuras con expedientes cuestionables. Al unirse al partido oficial, desaparecen sus antecedentes y renacen inmaculados. Pero, a diferencia de Dimas, cuya intervención fue escueta y directa, ellos rara vez aportan una reflexión sincera sobre sus propias conductas.
Es cierto que la lógica partidista abre espacios a quien coincida con la línea dominante. Sin embargo, lo inquietante es el uso de esa afiliación como un ritual de limpieza inmediata. Cambiar de bandera parecería suficiente para que parte del electorado acepte la transformación. El episodio de Dimas muestra otra perspectiva: la suya no fue una jugada política ni buscó favores mundanos. Fue el reconocimiento de que había algo más justo en la figura de Jesús.
MORENA controla la presidencia y la mayoría de los gobiernos estatales. Ese poderío facilita el arribo de exmilitantes de otros partidos, incluso con historiales cargados de sospechas. En su discurso público, suelen aludir a un cambio de visión o a la adhesión a un proyecto de nación distinto. Rara vez se hace mención a lo que los llevó a caer en descrédito. Se limitan a ondear una camiseta que garantiza protección y nuevos bríos políticos.
Lo que en Lucas se relata como un momento sincero de reconocimiento, en nuestro entorno se convierte en táctica electoral. ¿Cuántas veces hemos visto a personajes cuestionados ascender sin un sólo gesto de transparencia?
El contraste con el pasaje evangélico es evidente. Dimas no emprendió una campaña para limpiar su nombre. Simplemente dijo lo que consideraba cierto: “Este hombre no ha hecho nada malo”. En la política nacional es común ver a dirigentes que, tras llegar al poder, otorgan un aval casi automático a quienes exhiben apoyos convenientes. El debate queda reducido a sonrisas en mítines y discursos de fidelidad, sin mayor examen de conciencia.
Es natural que las puertas se abran a quienes buscan un nuevo rumbo. Pero sin una mínima aclaración de sus anteriores actos, la conversión es mera estrategia. El llamado “buen ladrón” se ganó un lugar especial porque, en sus últimas palabras, distinguió la inocencia ajena de su propia culpa. No ofreció grandes justificaciones, ni necesitó pactar un mejor trato. Sólo confió en que la verdad era digna de nombrarse.
En la escena política, ese gesto es inusual. Muchos prefieren escudarse en el triunfo del momento, esperar cargos, candidaturas y aplausos. Lo que en Lucas se relata como un momento sincero de reconocimiento, en nuestro entorno se convierte en táctica electoral. ¿Cuántas veces hemos visto a personajes cuestionados ascender sin un sólo gesto de transparencia?
La lección que nos deja Dimas es breve: no basta cambiar de facción para dar la impresión de honradez. Reconocer la verdad de frente, así sea en pocas palabras, requiere valentía. Quizá si quienes buscan unirse al proyecto triunfador brindaran explicaciones claras de sus actos pasados, veríamos una política más confiable. Hasta entonces, seguiremos observando redenciones exprés que poco se asemejan a la historia de aquel hombre crucificado, cuya dignidad emergió en un instante decisivo.
De vez en vez la lógica de las adhesiones inmediatas se vuelve más marcada. En vez de gestos honestos, proliferan acuerdos veloces para asegurar nuevos cargos. Mientras eso ocurra, el ejemplo de Dimas queda lejos de estos conversos que, sin admitir su propia historia, buscan legitimidad en el líder de turno.