La educación, esa columna vertebral del desarrollo nacional, ha vuelto a ser rehén de intereses gremiales y de un ejercicio de poder más cercano al chantaje que a la legítima defensa de derechos laborales. A lo largo de mayo de este 2025, hemos sido testigos de un conflicto que, lejos de resolverse con prontitud y firmeza, se ha prolongado con consecuencias gravísimas: un paro magisterial encabezado por la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE), que ha dejado sin clases a más de 1.2 millones de estudiantes en todo el país.
No es menor el daño. En un país aún convaleciente de los estragos del rezago educativo agudizado por la pandemia de COVID-19, y en medio de un panorama internacional que exige competitividad, formación de calidad y sistemas educativos funcionales, la interrupción prolongada del ciclo escolar es un lujo que simplemente no podemos permitirnos. La afectación se extiende más allá de los salones vacíos y los pizarrones en silencio; es un golpe directo a la esperanza de miles de niñas, niños y adolescentes que merecen certidumbre, continuidad y dignidad en su educación.
La presidenta Claudia Sheinbaum ha hecho un llamado a la CNTE para que retomen las aulas y concluyan el ciclo escolar. En su pronunciamiento reciente, el gobierno federal recordó que la mesa de diálogo sigue abierta, reiterando su disposición a escuchar y a construir soluciones. Sin embargo, cabe preguntarnos: ¿es suficiente con abrir el diálogo cuando del otro lado no hay voluntad de reciprocidad?
La CNTE, con su bien conocida vocación de lucha y su extensa historia de movilización política, ha vuelto a colocar sobre la mesa una serie de demandas económicas y administrativas. Desde el incremento salarial —que ya fue parcialmente atendido con un ajuste anunciado en abril— hasta la exigencia de plazas automáticas para normalistas, eliminación de evaluaciones y autonomía sindical absoluta, la lista de exigencias pareciera más una plataforma política que un pliego petitorio racional y sostenible.
No se puede ignorar que muchos de los planteamientos de la CNTE nacen de condiciones históricamente injustas: precarización del magisterio, inequidades salariales, marginación de comunidades rurales. Pero tampoco se puede justificar el uso de estos problemas como herramientas de presión que afectan a terceros inocentes —en este caso, a más de un millón de estudiantes y sus familias—, mientras los líderes sindicales mantienen agendas que con frecuencia trascienden lo educativo y se adentran en los terrenos del poder político y económico.
Conviene señalar que no todos los maestros comparten la estrategia radical de la CNTE. Miles de docentes en el país continúan dando clases, sorteando carencias y manteniendo su compromiso con los alumnos. Es injusto y profundamente erróneo generalizar. El magisterio nacional está compuesto por muchas realidades, y una de las más urgentes es separar la vocación docente de las maniobras político-sindicales.
La administración de Claudia Sheinbaum, que ha mantenido hasta ahora una postura más conciliadora que confrontativa, enfrenta uno de sus primeros grandes desafíos como presidenta: poner orden sin reprimir, garantizar derechos sin ceder al chantaje, proteger la educación sin atropellar las libertades sindicales. Es un equilibrio complejo, pero indispensable.
No basta con reiterar que la mesa de diálogo está abierta. Se requiere un plan de acción firme, enérgico y sustentado en la ley. Ya se ha dicho en otras ocasiones: el derecho a la manifestación y la protesta no puede colocarse por encima del derecho de los menores a recibir educación. Y si bien es políticamente costoso actuar con severidad ante un sindicato históricamente conflictivo y respaldado por sectores duros del movimiento social, no hacerlo implica ceder ante un modelo en que la institucionalidad del Estado queda subordinada a la presión callejera.
Sheinbaum debe trazar una línea clara: diálogo sí, pero sin tolerar la toma indefinida de escuelas, la interrupción de clases ni el uso político de las aulas. Es momento de recordar que gobernar también es ejercer autoridad, sobre todo cuando están en juego derechos fundamentales.
Año tras año, sexenio tras sexenio, el país ha vivido paros magisteriales, movilizaciones, tomas de carreteras, plantones y chantajes. Y cada administración ha tratado de sobrevivirlos más que de resolverlos. Lo que falta, y es urgente, es una política educativa de Estado que no dependa de los ciclos electorales ni de los acuerdos coyunturales.
El gobierno debe tener la capacidad de diseñar una reforma magisterial integral —no sólo administrativa, sino también ética y pedagógica— que restituya el prestigio del maestro, garantice condiciones laborales dignas, y al mismo tiempo exija resultados, formación continua y rendición de cuentas. No puede seguirse tolerando que los niños sean moneda de cambio en cada negociación.
Para ello se requiere también voluntad de la sociedad civil, de los padres de familia, de las organizaciones académicas y de los medios de comunicación, para no dejar sola a la autoridad cuando decide actuar con firmeza. No es popular confrontar a la CNTE, pero sí es justo, cuando lo que está en juego es el futuro de millones de estudiantes.
Lo que hoy sucede no es una simple huelga más. Es un llamado de alerta sobre la fragilidad de nuestro sistema educativo y la incapacidad del Estado mexicano para garantizarlo plenamente. Mientras el país presume crecimiento económico, avances tecnológicos y liderazgo diplomático en América Latina, no puede permitirse retrocesos en lo más básico: la educación pública de calidad.
Y no olvidemos que el ciclo escolar no se detiene. Los exámenes de fin de curso están a la vuelta de la esquina. Las familias, sobre todo las de escasos recursos, enfrentan ya la disyuntiva de buscar clases particulares, asumir tareas pedagógicas sin preparación o simplemente resignarse a perder meses valiosos. Es una tragedia silenciosa, pero profunda.
En suma, el paro magisterial de la CNTE es un reflejo de un sistema educativo mal gestionado y de un Estado que, por décadas, ha preferido pactar en la sombra que construir un verdadero pacto educativo nacional. La presidenta Sheinbaum tiene hoy la oportunidad —y la obligación— de cambiar esa narrativa.
La mesa de diálogo está abierta, sí. Pero también debe estar abierta la exigencia ciudadana a que se prioricen los derechos de los estudiantes, que se aplique la ley, y que se devuelva a las aulas su esencia: ser un espacio de formación, no de confrontación política.
Urge que el país entero defienda la educación como su principal causa. Porque si los niños pierden la escuela, perdemos todos.