En el vasto y caótico ecosistema de las redes sociales al cual suelo llamarlo, sin exagerar, el Serengueti digital, proliferan cada vez más “especies” humanas que, al igual que los animales salvajes, actúan guiadas por el instinto, el oportunismo y la necesidad de destacar. En este hábitat virtual se encuentran desde los ya conocidos haters, acosadores, estafadores y proxenetas digitales, hasta una clase particularmente perturbadora, los buitres digitales.
Este término, quizá inexacto, pero inevitable, se refiere a aquellos usuarios que merodean las redes en busca de tragedias humanas para capitalizarlas en forma de likes, seguidores y monetización. El caso más reciente, y uno de los más indignantes, por lo menos para mí, fue el asesinato de una joven influencer transmitido en vivo a través de TikTok. Por respeto a su memoria y para evitar la revictimización, no repetiré su nombre, no tiene caso, más de uno ya sabe de quien se trata.
Apenas se dio a conocer la noticia, cientos de creadores de contenido comenzaron a “comentar” el caso. En cuestión de horas, los feeds de diversas plataformas se saturaron con análisis apresurados, especulaciones sin fundamento, reacciones emotivas y denuncias carentes de rigor o sensibilidad. Se hablaba de todo, la ropa que llevaba la víctima, las marcas que usaba, sus viajes, sus peluches, su edad, ¿cómo consiguió lo que tenía en tan poco tiempo? Incluso comenzaron a circular supuestos videos “inéditos” recientes y otros manipulados mediante inteligencia artificial. Algunos de ellos, de forma particularmente cruel, insinuaban que la joven había fingido su muerte. ¿Con qué objetivo? Nadie lo sabe. Pero el daño es tangible. Cuesta imaginar el dolor de sus familiares y amigos al ver ese tipo de contenido, sabiendo que ella ya no está.
Este comportamiento no es nuevo. En la era digital, el morbo no sólo vende, es rentable. El algoritmo lo sabe, lo impulsa, y lo premia. Lo más alarmante es que muchos de quienes denuncian supuestas injusticias o “aprovechamientos comerciales” lo hacen con el mismo interés: ganar visibilidad. Es el caso de quienes acusaron a una tienda departamental de vender un peluche similar al que tenía la víctima. Irónicamente, en las capturas que compartían, aparecía publicidad de armas, probablemente producto de su propio historial de navegación. Y eso plantea una pregunta inquietante: ¿Qué estamos viendo en internet para que los algoritmos nos muestren eso?
A esto se suma una legión de autodenominados “lectores de cartas” y “analistas espontáneos”, que, sin conocer a la víctima ni su entorno, publican teorías, juzgan amistades, revuelven relaciones pasadas y emiten opiniones como si la tragedia fuera un entretenimiento colectivo, aumentando más escenarios de un show que, sólo perjudica a las personas cercanas a la víctima.
Lo más grave es la manipulación de imágenes y videos con herramientas de inteligencia artificial. Crear contenido falso sobre una persona asesinada, insinuando que su muerte fue fingida, cruza cualquier límite ético y humano. No se trata de libertad de expresión, sino de una profunda descomposición moral amplificada por la tecnología y todo por likes.
Esta misma lógica del espectáculo del dolor no se limita al entorno digital; por el contrario, se traslada al mundo real para luego ser capitalizada en redes sociales en forma de visibilidad y “alcance”. Un ejemplo reciente ocurrió en Tepic, donde dos casos altamente polémicos paralizaron literalmente la ciudad, ya que bloquearon una arteria vial clave de la ciudad. En ambos sucesos, personas ajenas a los hechos se presentaron supuestamente “para ayudar”, aunque no sin antes anunciar su presencia en redes o asegurarse de posar frente a las cámaras. Porque en estos tiempos, más que actuar con genuina intención, lo que importa es figurar. Como dice el dicho popular: lo importante es salir en la foto.
Vivimos tiempos en los que el dolor ajeno se consume con la misma ligereza con la que se desliza un dedo por la pantalla. La tragedia se vuelve tendencia, el sufrimiento se mide en vistas y la empatía parece haber sido reemplazada por la urgencia de figurar. Las redes sociales, lejos de ser herramientas, se han convertido en espejos distorsionados de lo que somos y en vitrinas de lo que fingimos ser. Urge detenernos. Urge preguntarnos en qué momento dejamos de conmovernos de verdad, en qué instante empezamos a ver en la desgracia del otro una oportunidad para destacar. Quizá ha llegado el momento de desconectarnos por un instante para reconectar con lo esencial, la dignidad, el respeto, pero sobre todo, la humanidad, porque si perdemos eso, ¿Qué nos queda?