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viernes, agosto 1, 2025
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Volantín | Llanto estremecedor en la ONU

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El mundo ha sido testigo de una escena que, aunque breve en tiempo, deja una estela profunda de indignación, tristeza y cuestionamiento ético. En la sesión del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas celebrada este miércoles, el embajador de la Misión de Observación de Palestina ante el organismo internacional, Riyad Mansour, no pudo contener el llanto al describir con crudeza desgarradora la situación humanitaria en la Franja de Gaza. Sus palabras, impregnadas de dolor genuino y desespero contenido, rompieron el silencio diplomático para colocar ante la comunidad internacional una realidad que muchos prefieren evitar: la hambruna y el exterminio silencioso de un pueblo asediado.

“Los niños se mueren de hambre. Las imágenes de madres abrazando sus cuerpos inmóviles, acariciándoles el pelo, hablándoles, disculpándose ¡Es insoportable! ¿Cómo alguien puede tolerar este horror?”, expresó entre lágrimas el representante palestino. Fue un momento que, más allá del protocolo, representó un acto de dignidad humana. Mansour, más que diplomático, se tornó en testigo y en doliente, en un hombre que ya no puede con la carga de representar a un pueblo martirizado mientras la comunidad internacional se debate entre resoluciones tibias y una parálisis moral que avergüenza.

Ese llanto, aunque algunos lo consideren un exabrupto poco común en los rígidos espacios multilaterales, encierra la impotencia de los pueblos que no tienen ejército ni poder económico, pero sí una historia de lucha, una identidad ultrajada y una tragedia en tiempo presente. Gaza no es solamente un enclave geográfico: es hoy el símbolo de la negligencia global, del uso impúdico del poder y de la brutalidad sin límites.

La Franja de Gaza, uno de los territorios más densamente poblados del planeta, se ha convertido en un escenario de horror cotidiano. El bloqueo sistemático impuesto por Israel, justificado por razones de seguridad nacional, ha devenido en un castigo colectivo que vulnera los más elementales principios del derecho internacional humanitario. Lo que en otros contextos se denomina genocidio, aquí parece diluirse en tecnicismos y elocuencias diplomáticas.

Israel, escudado en el derecho a defenderse, ha conducido una ofensiva que ya no distingue entre objetivos militares y civiles. La población palestina, atrapada entre los bombardeos y la hambruna, es víctima de una política de exterminio solapada por un sector de la comunidad internacional que, por conveniencia o indiferencia, ha optado por el silencio cómplice.

Mientras las bombas caen y la ayuda humanitaria apenas logra colarse a cuentagotas, como lo denunció el propio secretario general de la ONU, António Guterres, la tragedia se agudiza. No se trata de cifras ni de estadísticas. Se trata de seres humanos, de niños que mueren sin haber conocido la paz, de madres que entierran a sus hijos entre escombros, de hospitales que se convierten en morgues. El hambre es ahora un arma de guerra, un método cruel de rendición forzada.

Pero, ¿dónde están las potencias que presumen liderar el orden global? ¿Dónde está el Consejo de Seguridad cuando la seguridad de los inocentes se convierte en papel mojado? ¿Dónde está la voz firme de los países democráticos cuando la democracia se ve arrollada por el poderío bélico y el desprecio por la vida? Riyad Mansour lloró porque su voz, aunque potente y humana, choca contra un muro de indiferencia, de cálculos geopolíticos y de una narrativa maniquea que convierte a los oprimidos en amenazas y a los agresores en víctimas.

Y sin embargo, ese llanto no es en vano. Es un llamado a la conciencia del mundo, una sacudida emocional que nos obliga a mirar más allá del conflicto y reconocer que lo que está en juego en Gaza no es sólo la vida de sus habitantes, sino la dignidad misma del ser humano. No hay bandera que justifique el hambre, ni religión que ampare la masacre de inocentes. La historia ya ha conocido momentos oscuros en los que las grandes potencias prefirieron la omisión antes que la intervención humanitaria, y todos ellos han terminado por avergonzar a la humanidad.

La comunidad internacional no puede seguir escondiéndose tras resoluciones inoperantes. Urge una acción decidida que trascienda los discursos. No se trata de favorecer a un bando, sino de salvaguardar el principio fundamental de la vida. Gaza necesita comida, medicinas y esperanza. Necesita corredores humanitarios reales, ceses al fuego duraderos y, sobre todo, voluntad política para buscar una solución justa y definitiva al conflicto palestino-israelí.

No podemos seguir viendo cómo se normaliza el sufrimiento. No podemos aceptar que las lágrimas de un embajador sean sólo una anécdota emotiva. Deben ser un detonante para la acción, un recordatorio de que detrás de cada conflicto hay vidas truncadas, historias inconclusas, sueños quebrados.

Hoy más que nunca, el mundo debe recordar que la diplomacia no se ejerce únicamente con la palabra, sino también con la valentía moral. Mansour, al llorar frente al Consejo de Seguridad, nos mostró que la dignidad no está en el tono pausado ni en el léxico pulido, sino en la autenticidad del dolor y en la firmeza de la denuncia. Su quiebre emocional fue, en realidad, un acto de resistencia, un testimonio vivo del sufrimiento de millones.

En tiempos donde los líderes se afanan por defender intereses, urge rescatar la ética como motor de la política internacional. Gaza sangra, y su dolor nos interpela a todos. No hay excusas que valgan ni posturas que oculten la verdad. El mundo está siendo testigo de una tragedia y aún puede —si hay voluntad— convertirse también en artífice de su solución.

No permitamos que el llanto de Mansour se pierda en el olvido. Que su dolor, el de un pueblo entero, sea el principio de un cambio que nos devuelva, al menos, la certeza de que la humanidad aún no se ha extraviado del todo. Porque si la indiferencia se impone, entonces sí, estaremos condenados a vivir en un mundo sin alma.

Opinión.salcosga23@gmail.com

@salvadorcosio1

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