En una guerra que ha dejado de ceñirse al guion clásico de trincheras y misiles de corto alcance, lo ocurrido recientemente en territorio ruso representa un viraje táctico y simbólico de dimensiones mayúsculas. Ucrania, a pesar del desgaste bélico, de la escasez de recursos y de una geografía adversa, ha lanzado uno de los ataques con drones más osados, quirúrgicos y devastadores desde que iniciara la invasión rusa en febrero de 2022. Según fuentes del propio Servicio de Seguridad de Ucrania (SBU), se trata de una “operación especial a gran escala” que dejó como resultado la destrucción de más de 40 aeronaves militares en varios aeródromos rusos, incluyendo bombarderos estratégicos como los Tu-95 y Tu-22M3, ambos con capacidad nuclear, así como aeronaves A-50 de alerta temprana.
En términos estrictamente militares, lo acontecido es una sacudida al corazón del poder aéreo ruso, quizá la más fuerte desde que Vladimir Putin iniciara su aventura expansionista en suelo ucraniano. Pero más allá del conteo de fuselajes humeantes, lo ocurrido tiene un trasfondo geopolítico que merece ser analizado con serenidad, precisión y con visión prospectiva.
No se puede minimizar el alcance estratégico de este golpe. Los bombarderos Tu-95 y Tu-22M3 no son meros aviones de combate; son piezas clave en la doctrina de disuasión nuclear de Rusia. El Tu-95, conocido en la OTAN como “Bear”, es un símbolo de la capacidad rusa para proyectar poder sobre largas distancias. Que estos aparatos hayan sido alcanzados y destruidos en sus propios hangares, dentro del propio territorio ruso, implica que la defensa aérea del Kremlin ha sido perforada en su línea más delicada: la percepción de invulnerabilidad.
De este modo, el mensaje que lanza Ucrania —y por extensión sus aliados occidentales— es brutalmente claro: Rusia no es intocable. La guerra ya no sólo se libra en el Donbás o en las periferias de Zaporiyia y Jersón, sino que ha entrado con fuerza en la retaguardia rusa, desdibujando las fronteras entre “frente de batalla” y “territorio soberano”.
Para Ucrania, el ataque tiene un valor táctico evidente: reducir la capacidad de Moscú para continuar bombardeando infraestructuras clave. Pero también es un mensaje para Washington y Bruselas: con el respaldo suficiente, Ucrania no solo puede resistir, sino también infligir daños estructurales al aparato militar ruso. La narrativa del “heroísmo de David contra Goliat” se refuerza y se proyecta con fuerza en la arena internacional.
Ahora bien, ¿cómo reaccionará Putin? ¿Qué puede esperarse de un líder que ha cimentado su legitimidad interna en la imagen de hombre fuerte, inflexible, resuelto a reconstruir el “orgullo” del imperio ruso?
El mandatario ruso no puede darse el lujo de aparentar debilidad. Es previsible, incluso lógico, que su reacción busque disuadir futuros ataques de este tipo, tanto por parte de Ucrania como por parte de otros actores que pudieran interpretar esta vulnerabilidad como una señal de agotamiento militar.
No sería extraño que el Kremlin intensifique sus ataques con misiles de crucero contra ciudades ucranianas, o que recurra a sus ya conocidas campañas de desinformación y sabotaje cibernético. Pero también hay un riesgo que no puede descartarse: una escalada que incluya la amenaza —o el uso táctico— de armamento no convencional, como una forma desesperada de recuperar la iniciativa.
Putin ya ha demostrado que no tiene empacho en usar el chantaje nuclear como herramienta diplomática. En más de una ocasión ha advertido que “cualquier amenaza existencial” contra Rusia sería respondida con todos los medios a su alcance. ¿Considerará este ataque una amenaza existencial? Esa es, quizá, la pregunta más delicada del momento.
Pero sería simplista suponer que el zar del siglo XXI responderá únicamente con fuerza bruta. El ajedrez ruso se mueve también en las sombras. Es probable que veamos una intensificación de los esfuerzos diplomáticos para dividir al bloque occidental, alimentar las fisuras en la OTAN y desacreditar a Zelenski como “títere” de intereses foráneos.
Tampoco debe descartarse un endurecimiento de las políticas represivas dentro de Rusia. Las fallas en seguridad —como las que permitieron este ataque— podrían ser atribuidas a traidores internos, lo que justificaría una nueva oleada de purgas en los altos mandos militares, o incluso una movilización generalizada más severa, que obligue a la sociedad rusa a un esfuerzo de guerra total.
En el tablero internacional, la audacia ucraniana representa un desafío también para Occidente. Aunque el ataque probablemente fue ejecutado con inteligencia, logística y tecnología compartida por aliados europeos o estadounidenses, su impacto obliga a redefinir la línea entre el apoyo indirecto y la corresponsabilidad directa.
Si Rusia decide escalar en represalia contra países que considera cómplices, la guerra podría internacionalizarse aún más. Y aunque nadie en Washington o Berlín quiere un conflicto abierto con Moscú, los hechos ya no permiten ignorar que la guerra ha dejado de ser regional para convertirse en una confrontación entre modelos de civilización: autoritarismo expansionista versus democracia liberal.
Lo que resulta meridianamente claro es que la guerra ha entrado en una nueva fase. Ucrania ha demostrado que, pese a la asimetría en recursos, puede golpear con eficacia quirúrgica el músculo militar de una potencia como Rusia. Y eso cambia no sólo el equilibrio bélico, sino también el cálculo político de los actores en juego.
Putin, acorralado pero todavía peligrosamente poderoso, tendrá que mover ficha. Y lo hará, como es su costumbre, de manera imprevisible, oscilando entre la seducción geopolítica y la coerción armada. La comunidad internacional, por su parte, tendrá que decidir si redobla su apoyo a Kiev o si retrocede ante el riesgo de una escalada incontrolable.
Porque en este nuevo capítulo del conflicto, ya no bastan los discursos ni las condenas. Está en juego no sólo el destino de Ucrania, sino el equilibrio de un orden global que tambalea entre la defensa de la libertad y la seducción de la fuerza.
Y como ocurre siempre en los grandes episodios de la historia, la audacia —como la que ha mostrado Ucrania— puede ser el inicio de la victoria… o el detonante de una tormenta que nadie podrá detener.