En la arena diplomática, pocos gestos son tan elocuentes como la denegación o revocación de una visa. No se trata simplemente de un documento migratorio; es, en muchos sentidos, un símbolo de reconocimiento, de respeto mutuo entre naciones y personas. Por eso, el reciente retiro masivo de visas a personalidades mexicanas —cantantes, empresarios, deportistas, periodistas, actores— no puede verse como un simple ajuste burocrático. Se trata, sin duda, de un mensaje político con tintes de censura, exclusión y hostilidad, que confirma el endurecimiento ideológico del gobierno de los Estados Unidos bajo el liderazgo nuevamente beligerante de Donald Trump.
Lo que hasta hace poco era una revisión rutinaria y técnica se ha transformado en un proceso inquisitorial. La nueva directriz, que ha comenzado a aplicarse con severidad, implica que cualquier solicitante mexicano será objeto de una exhaustiva indagación que incluye sus expresiones públicas, vínculos personales, afinidades ideológicas y actividad digital. ¿El motivo? Según se ha filtrado desde Washington, evitar que individuos con “posiciones sensibles o potencialmente incómodas” ingresen a territorio estadounidense.
Esta medida, sin precedentes en su amplitud y su tono selectivo, no solo representa una agresión diplomática. Es también una herramienta de control simbólico. Porque el mensaje de fondo es claro: para entrar a Estados Unidos no basta con cumplir requisitos técnicos; hay que alinearse con sus valores, callar críticas, evitar incomodar al sistema. Es, en pocas palabras, una forma moderna de castigo político.
Muchos de los afectados han recibido la notificación sin mayor explicación. Otros, simplemente se han enterado al intentar abordar un vuelo o tramitar una renovación. Y mientras los nombres trascienden en los medios, lo que se revela es una práctica sistemática de exclusión selectiva. No hablamos solo de artistas populares o empresarios con influencia, sino de voces públicas que, en algún momento, se atrevieron a opinar sobre asuntos espinosos: migración, política exterior, relaciones bilaterales o incluso el propio Trump.
Lo más alarmante es que esta política se aplica sin transparencia, sin derecho a audiencia, sin posibilidad de réplica. Es una decisión unilateral que no solo desprecia los lazos diplomáticos con México, sino que erosiona los valores democráticos que Estados Unidos presume como bandera moral.
Cabe preguntarse, entonces, ¿qué hay detrás de este giro? No es difícil advertir que estamos ante una estrategia electoral. Trump ha hecho de la narrativa antiinmigrante y antimexicana una herramienta recurrente. En su afán por complacer a su base más radical, ha resucitado viejos discursos y políticas excluyentes. Lo hizo con el muro físico; ahora lo hace con un muro invisible, hecho de requisitos absurdos, desconfianza institucional y prejuicio ideológico.
En este contexto, la visa deja de ser un simple pase migratorio. Se convierte en un certificado de obediencia, en un filtro ideológico, en un instrumento de poder. Quien no se ajusta al molde, queda fuera. Y eso, en el marco de una relación bilateral tan profunda como la que existe entre México y Estados Unidos, representa un retroceso preocupante.
La respuesta mexicana no puede reducirse a la indignación momentánea o a los comunicados tibios. Este episodio exige una postura firme por parte del gobierno federal y, en especial, de la Cancillería. Se debe exigir claridad en los criterios aplicados, establecer mecanismos de defensa consular para los afectados y dejar en claro que la dignidad de los mexicanos no es negociable, sin importar si se trata de figuras públicas o ciudadanos anónimos.
Porque, más allá de las personalidades que encabezan los titulares, lo que se está ensayando con esta política puede escalar rápidamente hacia una exclusión más amplia. Hoy se niegan visas a famosos incómodos. Mañana, tal vez, se restrinjan a académicos, científicos, periodistas o simples ciudadanos que se atrevan a cuestionar. Es una pendiente resbaladiza que amenaza no solo la libertad de expresión, sino el derecho soberano de cada persona a no ser juzgada por sus opiniones.
Al mismo tiempo, este capítulo debe servirnos de espejo. ¿Por qué nos golpea tanto la idea de no poder entrar a Estados Unidos? ¿Qué dependencia cultural, económica o emocional nos hace tan vulnerables ante este tipo de medidas? Urge revisar nuestra política exterior y construir una relación con el mundo que no esté condicionada a la aprobación de una sola potencia. Necesitamos diversificar nuestras alianzas, fortalecer nuestros propios espacios de desarrollo y, sobre todo, reconstruir el respeto por nosotros mismos como nación independiente y orgullosa.
Estados Unidos puede, legalmente, negar la entrada a quien desee. Eso no está en discusión. Pero lo que sí está en juego es la forma en que ejerce ese derecho. Cuando se hace de manera arbitraria, con sesgo político, sin rendición de cuentas, se transforma en un acto de agresión disfrazado de soberanía.
Hoy más que nunca, debemos comprender que las relaciones internacionales no se construyen desde la sumisión, sino desde la firmeza y la dignidad. México no puede seguir aceptando que se pisotee a su gente, sin importar cuán famoso o desconocido sea el afectado.
Porque lo que está en juego no es el prestigio de unas cuantas celebridades, sino el principio fundamental de igualdad y respeto entre naciones. Hoy, el agravio va dirigido a unos cuantos. Pero si no se alza la voz, pronto podría alcanzarnos a todos.