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jueves, julio 10, 2025
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Cuando el pueblo es Dios

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Me cuesta entender que, cuando un cardenal es electo Papa, crea, con fe para mí inexplicable, que no lo eligieron sus pares en el sigiloso cónclave, sino el mismísimo Espíritu Santo. O, más bien, que el Espíritu Santo se valió de los otros cardenales para manifestar su voluntad. Como si no existieran intrigas, bloques de poder, votos de castigo y maniobras de vieja escuela que inclinan la balanza más que cualquier inspiración divina.

En las semanas recientes, mientras leía El loco de Dios en el fin del mundo, de Javier Cercas, me reencontré, sin plan y después de largas pausas de décadas, con amigos de infancia y adolescencia que hoy son sacerdotes. Con uno de ellos, cuyo nombre omitiré por razones obvias, pasé casi toda una mañana discutiendo esta cuestión. A él le sorprendía mi incredulidad frente a su certeza. A mí, su fe inquebrantable en un proceso que, desde fuera, parece, como mínimo, muy humano.

Pese a su esmerada argumentación, mi resistencia fue firme. No logró convencerme de que Dios se haga cargo personalmente del asunto. Porque, si algo ha demostrado la historia de la Iglesia, es que ha habido papas santos… y también demonios con sotana.  Y me resisto a pensar que Dios elige para ocupar el trono de Pedro a un deminio. “Ten por seguro que todos ellos creen, de manera íntima, haber sido elegidos por el Espíritu Santo. Poco importa que tú lo creas o no”, dijo al final, justo antes de que pagáramos el café corriente que nos sirvieron.

En esa conversación acabamos transitando del Vaticano al barrio. De Roma a México. Y hablamos también de la elección popular. De la forma en que quienes llegan al poder atribuyen al pueblo un carácter divino: “el pueblo es sabio”, “el pueblo no se equivoca”, “el pueblo es Dios”. Desde ahí, el salto lógico es tan breve como el del cardenal al Papa: “yo soy el pueblo, luego yo no me equivoco, luego yo soy Dios”.

Le compartí una charla que tuve alguna vez con el doctor Lucas Vallarta. Él afirmaba que la megalomanía no necesita Palacio Nacional. Puede nacer con el simple hecho de nombrar a alguien presidente… aunque sea de la “mesa de debates”. Algo se transforma: la voz se engola, el juicio se vuelve decreto, y el otro siempre está equivocado.

Así hemos llegado a una extraña religión laica, donde el dogma es la voluntad popular y la fe se deposita en encuestas, urnas y discursos de campaña. El pueblo es el nuevo Espíritu Santo, y todo el que se diga su intérprete es sabio y reclama obediencia, sometimiento.

La historia de la humanidad, pasada y presente, es, en gran medida, una colección de actos irracionales cometidos en nombre de ese “pueblo-Dios”. Desde imperios que arrasaron continentes en nombre de su civilización, hasta gobiernos que justifican su autoritarismo porque “así lo quiere la gente”, el “pueblo bueno”.

Desde luego, esto no ocurre sólo en las grandes cúpulas. También en los niveles más cotidianos: alcaldes, líderes sindicales, comisariados ejidales. En Tabasco, en Tepic, en La Virocha. Todos reclaman un vínculo directo con esa divinidad indiscutible llamada pueblo.

Yo me confieso un hombre con crisis de fe, que duda de la divinidad. Pero he de admitirlo: deseo que la razón me ayude a recuperarla. Aunque siga sin creer, como lo plantea Javier Cercas, en la resurrección de la carne y en la vida eterna. Lo que nunca estaré dispuesto a creer es en la infalibilidad, sabiduría, bondad y divinidad del pueblo. Y mucho menos de sus representantes. Y, si alguna vez flaqueo en eso por interés o conveniencia, quiero que alguien me despierte de tal tontería, así sea con un grito destemplado.

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