La tensa y peligrosa confrontación entre Israel e Irán ha alcanzado un nuevo nivel de gravedad que amenaza no sólo con desbordar las fronteras de ambos países, sino con incendiar una región ya de por sí volátil y empujar al mundo hacia una crisis geopolítica de alto riesgo. Los recientes bombardeos israelíes sobre territorio iraní, particularmente en la ciudad de Teherán y en la provincia de Ilam —que incluso habrían alcanzado un hospital, según medios estatales iraníes—, marcan un punto de quiebre en un conflicto larvado durante décadas, pero que ahora se desarrolla a plena luz del día y con consecuencias impredecibles.
Israel no ha dudado en afirmar que más de 50 aviones de combate participaron en la ofensiva del lunes, con el propósito de destruir centros de comando, instalaciones de misiles y lanzadores estratégicos del aparato militar iraní. Asegura además haber logrado el “control aéreo total” sobre Teherán, algo que, de ser cierto, implicaría no sólo una hazaña militar sin precedentes, sino también una provocación directa al corazón del régimen de los ayatolás. No es una escaramuza ni un ajuste táctico. Es una declaración de guerra, aunque no se haya formulado formalmente.
La orden de evacuación emitida por Israel para el tercer distrito de Teherán, una zona densamente poblada donde viven más de 300 mil personas, revela la gravedad de lo que está en marcha. Es una admisión implícita de que el conflicto no sólo se mantendrá, sino que podría recrudecer en las próximas horas o días. Este tipo de medidas —inusuales entre enemigos formales que no reconocen treguas ni canales diplomáticos— nos advierten que la guerra abierta ya no es un riesgo remoto, sino una posibilidad latente, en plena gestación.
¿Qué llevó a esta escalada sin precedentes? Desde luego, no se trata de un hecho aislado. Los ataques de los últimos días se inscriben en una cadena de provocaciones, represalias y operaciones encubiertas que han caracterizado la relación entre Tel Aviv y Teherán desde hace más de cuatro décadas. Sin embargo, en este 2025, el conflicto ha adquirido una nueva dimensión, debido al agravamiento de la crisis en Gaza, la creciente influencia de Irán en Siria, Líbano y Yemen, y la percepción en Israel de una amenaza existencial inminente.
En el contexto actual, no podemos ignorar que la diplomacia ha quedado completamente rebasada. Naciones Unidas ha emitido llamados urgentes al cese de hostilidades, sin éxito. Estados Unidos, con Donald Trump nuevamente al frente del Ejecutivo, ha respaldado tácitamente a Israel, mientras que China y Rusia se alinean con posiciones más cercanas a Teherán. El equilibrio de poder internacional se tensa y se polariza, y la región se convierte en el tablero de ajedrez donde las grandes potencias juegan partidas que otros habrán de pagar con sangre.
Lo más alarmante, sin embargo, es el riesgo inminente para la población civil. Las guerras del siglo XXI —como lo estamos viendo en Ucrania y como lo vimos ya en Siria— no distinguen entre combatientes y no combatientes. La posibilidad de ataques a infraestructura médica, como el hospital presuntamente bombardeado en Ilam, o las evacuaciones masivas de barrios enteros, son testimonio de una lógica bélica que prioriza la destrucción del enemigo sobre la protección de la vida. La supuesta precisión quirúrgica de la aviación moderna queda cuestionada cuando los escombros caen sobre niños, ancianos y familias inocentes.
Es importante también considerar que tanto Israel como Irán están operando desde trincheras ideológicas rígidas. El primero, con un gobierno de línea dura que se siente cercado por amenazas regionales y amparado por el respaldo estadounidense. El segundo, con una teocracia que usa el conflicto externo como válvula de escape ante crecientes tensiones internas y un descontento popular que se ha venido manifestando a pesar de la represión. En este choque de absolutismos, la sensatez y la moderación han sido marginadas.
Una pregunta que flota inevitablemente es: ¿cuál será el punto de no retorno? ¿Qué pasará si Irán responde con un ataque de gran escala sobre territorio israelí? ¿O si decide emplear su red de aliados regionales, como Hezbollah en Líbano o los hutíes en Yemen, para abrir múltiples frentes contra el Estado hebreo? ¿Cómo reaccionarían entonces las potencias involucradas? ¿Hasta dónde estaría dispuesta la comunidad internacional a permitir que esta guerra no declarada escale hasta convertirse en un conflicto de dimensiones mundiales?
Hay que recordar que Irán ha invertido durante años en fortalecer su capacidad de defensa y en desarrollar un programa misilístico sofisticado, además de contar con una fuerte red de milicias y grupos armados en Medio Oriente. Aunque Israel tenga superioridad tecnológica y una inteligencia militar reconocida a nivel global, no se trata de una confrontación asimétrica en términos absolutos. El equilibrio del terror sigue presente, incluso en ausencia de armas nucleares en uso activo, y una sola decisión equivocada puede encender la chispa de una catástrofe.
Desde una perspectiva humanista y jurídica, urge el regreso a la diplomacia. Se requiere una intervención contundente de organismos internacionales, y el rediseño de mecanismos de contención que han demostrado ser obsoletos o meramente simbólicos. No basta con condenas ni con llamados retóricos. Es imprescindible que la comunidad internacional actúe con responsabilidad, incluyendo sanciones efectivas, mediación real y presión directa sobre ambos gobiernos para detener la espiral bélica.
En ese mismo sentido, los liderazgos regionales tienen también una cuota de responsabilidad. Arabia Saudita, Turquía, Egipto y otras naciones de la región deben asumir un papel más activo en la contención del conflicto, y no sólo como actores neutrales o espectadores interesados. La paz en Medio Oriente no puede ser un botín de guerra ni una bandera ideológica. Debe ser una prioridad común, más allá de credos, alianzas o intereses estratégicos.
México, aunque distante en lo geográfico, no puede mostrarse indiferente. Por razones humanitarias, diplomáticas y de principios, nuestro país debe elevar su voz ante foros internacionales, apostando por la paz, la justicia y la protección de los derechos humanos. La política exterior mexicana, históricamente fundada en la autodeterminación de los pueblos y la solución pacífica de los conflictos, tiene hoy una oportunidad —y una obligación— de reafirmarse como contrapeso moral en tiempos de barbarie.
Lo que ocurre entre Israel e Irán no es ajeno al resto del mundo. Es un espejo incómodo de lo que ocurre cuando la política cede paso a la violencia, cuando los miedos se imponen a la razón y cuando las armas sustituyen a las palabras. Estamos, una vez más, frente al peligro de repetir los errores del pasado. Que la historia no nos juzgue por haber callado, cuando aún era tiempo de evitar el desastre.