En el ajedrez geopolítico de Medio Oriente, pocas piezas mueven tantas pasiones, generan tanto temor o exigen tanta atención como los bloques alineados en torno a Irán e Israel. Dos naciones enfrentadas no sólo por intereses estratégicos o diferencias religiosas, sino por una disputa de poder que ha alcanzado niveles tan complejos como peligrosos. Esta rivalidad, que lleva décadas fermentando entre veladas amenazas, operaciones encubiertas y episodios de violencia directa, podría escalar aún más si sus respectivos aliados deciden tomar parte activa. El resultado de tal intervención global no sólo sería devastador para la región, sino para el equilibrio geopolítico mundial.
Los aliados de Irán: una red de influencia chiita
Irán, centro del islamismo chiita y referente regional de resistencia a la hegemonía occidental, ha sabido tejer una red de aliados que, si bien diversa, responde a una misma lógica: oponerse a Estados Unidos, contener a Israel y ganar presencia en los tableros de poder del mundo árabe. Entre sus más fieles aliados se encuentra el grupo libanés Hezbolá, brazo armado y político que funge como la principal extensión del poder iraní en el Mediterráneo. Dotado de un arsenal considerable y de una estructura logística bien aceitada, Hezbolá no duda en actuar conforme a los intereses de Teherán, siendo pieza clave en el frente norte israelí.
Siria, encabezada por el régimen de Bashar al-Ásad, es otro bastión del eje iraní. Teherán ha sostenido con sangre y recursos al gobierno sirio durante la guerra civil, posicionándose como su garante y beneficiario geoestratégico. Gracias a esa alianza, Irán ha logrado consolidar un corredor terrestre desde su territorio hasta el Líbano, lo que amplifica su capacidad de proyectar poder hacia el Mediterráneo oriental.
Yemen tampoco escapa de esta dinámica. Los hutíes, grupo rebelde chiita enfrentado al gobierno y a la coalición liderada por Arabia Saudita, reciben apoyo militar, tecnológico y financiero desde Irán. Aunque indirecto, este respaldo ha sido determinante para mantener viva una guerra devastadora y, al mismo tiempo, colocar a Teherán como un actor influyente en la península arábiga.
A ello se suman aliados menos formales, pero igual de significativos: Rusia, por ejemplo, comparte con Irán intereses estratégicos en Siria y una visión común de contrapeso frente a la hegemonía estadounidense. China, por su parte, aunque más prudente, ha estrechado sus lazos económicos y políticos con Teherán, especialmente tras la firma de acuerdos de cooperación energética y comercial a largo plazo. Aunque no respaldarían a Irán militarmente de manera inmediata, Moscú y Pekín podrían fungir como escudos diplomáticos y proveedores logísticos ante un conflicto mayor.
Los aliados de Israel: una coalición occidental y estratégica
En el otro lado del espectro, Israel cuenta con un respaldo robusto y multiforme. Su principal aliado, sin lugar a duda, es Estados Unidos. La relación entre ambos países va más allá de afinidades ideológicas: se trata de una alianza estratégica cimentada en décadas de cooperación militar, inteligencia compartida y respaldo político incondicional. Washington no sólo proporciona a Tel Aviv armamento de última generación, sino que lo respalda en los principales foros internacionales.
A esta alianza se suman potencias europeas como el Reino Unido, Francia y Alemania, que si bien a menudo actúan con cautela ante los excesos israelíes, comparten con Israel la preocupación por la expansión de la influencia iraní. Más recientemente, Grecia y Chipre han fortalecido su vínculo con Tel Aviv, especialmente en temas energéticos y de defensa marítima.
El mundo árabe, históricamente en tensión con Israel, también ha cambiado su postura en años recientes. Países como Emiratos Árabes Unidos, Bahréin y Marruecos han establecido relaciones diplomáticas formales con Israel a través de los Acuerdos de Abraham impulsados por la administración Trump. Arabia Saudita, aunque aún no da ese paso formal, mantiene canales de cooperación discretos pero activos, especialmente en lo relativo a la contención de Irán.
Turquía, pese a su retórica ambigua y sus desencuentros ocasionales con Israel, se mantiene como actor de peso cuya postura puede inclinar la balanza. Si bien ha competido con Irán por la influencia regional, también ha tenido fricciones importantes con Tel Aviv. Su posición final, en caso de un conflicto abierto, dependerá más de sus intereses inmediatos que de lealtades históricas.
¿Y si todos intervienen? El riesgo de una conflagración global
En el escenario hipotético —pero no del todo inverosímil— de una intervención simultánea de los aliados de ambas potencias, el mundo se enfrentaría a una nueva forma de guerra híbrida, sin frentes definidos pero con múltiples campos de batalla. Medio Oriente se convertiría en un hervidero: desde el Líbano hasta Gaza, pasando por Siria, Irak y Yemen. Los ataques cibernéticos, el sabotaje energético, la disrupción de rutas comerciales y las oleadas migratorias serían apenas las primeras consecuencias visibles.
Israel, con su superioridad tecnológica y su respaldo occidental, podría infligir daños considerables a los actores del eje iraní. Sin embargo, se vería vulnerado por ataques múltiples en sus fronteras, especialmente desde Gaza y el Líbano. Un eventual ataque con misiles desde Siria o Irán, aunque contenible, tendría un enorme costo humano y simbólico.
Irán, por su parte, se vería asediado militar y económicamente, pero apelaría a su capacidad de desestabilización regional como arma de presión: ataques a embarcaciones en el estrecho de Ormuz, sabotaje a instalaciones petroleras sauditas o la activación de células en el exterior serían parte de su estrategia asimétrica. Si Rusia y China intervinieran de manera indirecta —mediante provisión de armas, desinformación o vetos en el Consejo de Seguridad de la ONU—, el conflicto adquiriría un matiz de guerra por delegación (proxy war) entre potencias globales.
El costo sería monumental: miles de vidas humanas, una crisis energética global, inflación descontrolada, migraciones forzadas, desestabilización de regímenes aliados de Occidente y un recrudecimiento de la polarización internacional. No habría ganadores, sólo supervivientes.
En este contexto, la única salida racional sigue siendo la vía diplomática. La comunidad internacional —particularmente actores como la ONU, la Unión Europea y potencias como India o Brasil— debe redoblar sus esfuerzos por mediar, contener y negociar. El riesgo de una guerra de gran escala no es abstracto; es una amenaza latente que puede materializarse con una sola chispa mal calculada.
México, como país pacifista y con credenciales diplomáticas históricas, podría tener un rol propositivo en los foros multilaterales. No podemos —ni debemos— ser espectadores pasivos de una confrontación que podría arrastrar al mundo hacia un abismo.
La rivalidad entre Irán e Israel no es nueva, pero su potencial destructivo sí lo es. La intervención de sus aliados haría que el conflicto dejara de ser regional para convertirse en un incendio de escala global. Evitarlo debe ser, hoy más que nunca, prioridad urgente de toda nación que valore la paz, la soberanía y la vida.
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