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viernes, agosto 1, 2025
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Volantín | Una tregua a conveniencia: Israel e Irán bajan las armas, por ahora

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En la siempre volátil región del Medio Oriente, donde los equilibrios se sostienen sobre tensiones históricas, ideológicas y estratégicas, la reciente escalada bélica entre Israel e Irán no es un episodio aislado ni mucho menos un conflicto resuelto. El anuncio de un alto al fuego “total y completo”, según las palabras del presidente estadounidense Donald Trump, marca más bien un punto y seguido en una confrontación tan prolongada como impredecible. Una tregua, sí, pero una tregua a conveniencia, con armas que descansan más por cálculo que por convicción.

Los hechos que antecedieron al cese de hostilidades son por demás alarmantes. El fin de semana del 21 al 22 de junio, Estados Unidos, en coordinación con Israel, ejecutó una ofensiva militar fulminante contra tres de las principales instalaciones nucleares iraníes: Fordow, Natanz e Isfahán. Fue un golpe quirúrgico, ejecutado con bombarderos furtivos B-2 y más de una docena de bombas penetrantes capaces de destruir búnkeres profundamente enterrados. Según fuentes del Pentágono, los daños fueron “monumentales”, aunque hasta ahora no se conoce con certeza el alcance técnico real sobre el programa atómico de Teherán.

La respuesta de Irán, aunque esperada, sorprendió en su forma: cerca de veinte misiles balísticos fueron lanzados contra la base estadounidense de Al Udeid, en Qatar, y otras instalaciones militares en Irak. El ataque fue calculadamente medido. La mayoría de los proyectiles fueron interceptados y no se reportaron víctimas mortales. No obstante, el mensaje fue inequívoco: Irán no permitiría que un ataque directo sobre su soberanía pasara sin una reacción proporcional. La República Islámica optó por el golpe simbólico, suficiente para reafirmar su fuerza sin cruzar la línea roja que provocaría una guerra abierta.

Entonces vino el anuncio. En una comparecencia inesperada desde la Casa Blanca, Trump informó al mundo que Israel e Irán habían pactado un alto al fuego escalonado: primero cesaría el fuego iraní, después el israelí, y en 24 horas se declararía la terminación formal del conflicto. No se trató de una resolución firmada ni de un proceso diplomático multilateral, sino de un entendimiento verbal mediado por Washington, que busca desesperadamente —especialmente Trump, en campaña electoral— proyectar una imagen de liderazgo global sin arrastrar a Estados Unidos a un conflicto prolongado.

Israel e Irán bajaron las armas, sí. Pero lo hicieron porque les convenía, no porque hayan resuelto sus profundas diferencias. La amenaza nuclear iraní, percibida por Israel como una cuestión de supervivencia, sigue latente. Aunque los sitios nucleares fueron dañados, el conocimiento científico y la infraestructura paralela del régimen de Teherán permanecen intactos. Para el gobierno de Netanyahu (o quien sea que esté liderando en Tel Aviv, dada la inestabilidad política), el dilema no ha cambiado: contener a Irán o arriesgarse a un Irán nuclear.

Desde el lado iraní, la decisión de aceptar una tregua también tiene lógica táctica. La presión interna que vive el régimen es mayúscula: una economía ahogada por sanciones, una inflación asfixiante, protestas crecientes en ciudades clave y una población joven desencantada con la narrativa oficial. Un conflicto mayor contra Israel, con Estados Unidos en el fondo, podría haber terminado por desestabilizar completamente al sistema político de los ayatolás. Por eso, tras lanzar su andanada de misiles, el régimen optó por mostrarse abierto al diálogo. No fue un acto de debilidad, sino de supervivencia.

En el fondo, el alto al fuego fue útil para todas las partes, pero no cambia la dinámica de fondo. Estados Unidos, aunque no parte directa del acuerdo, tuvo un papel clave al impulsar los ataques iniciales y luego liderar la mediación. Trump, fiel a su estilo, buscó imponer una narrativa de fuerza contenida: golpear primero con contundencia y luego llamar a la calma para presentarse como el estadista que evita una guerra. Una fórmula que, aunque peligrosa, puede ser rentable políticamente en tiempos de elecciones.

Ahora bien, ¿qué significa esta tregua para el resto del mundo?

Primero, que la región sigue siendo un polvorín. La tregua no está garantizada. Puede romperse por un ataque no autorizado, una provocación menor o incluso por acciones de terceros actores como Hezbolá en Líbano, los hutíes en Yemen o milicias proiraníes en Irak y Siria. La arquitectura de seguridad regional es débil, fragmentada y carece de mecanismos sólidos de verificación o contención. El silencio actual puede romperse con facilidad.

Segundo, que las repercusiones económicas de este episodio seguirán sintiéndose. El precio del petróleo tuvo un repunte inmediato tras los bombardeos, y aunque se estabilizó con el anuncio del alto al fuego, la volatilidad permanece. México, por ejemplo, es particularmente vulnerable: el tipo de cambio peso-dólar se movió con brusquedad y no se descarta un efecto inflacionario si el conflicto resurge. El riesgo país aumenta cuando el mundo observa que cualquier chispa puede detonar una cadena de consecuencias globales.

Tercero, que el sistema internacional vuelve a mostrar su fragilidad. La ONU fue una espectadora pasiva. No hubo intervención eficaz del Consejo de Seguridad ni acción coordinada de los actores europeos. La diplomacia multilateral está en crisis, y lo ocurrido refuerza la tendencia de resolver conflictos por la vía de la fuerza, con acuerdos improvisados, sin legalidad formal ni garantías de largo plazo.

Lo que sigue es incertidumbre. Ni Israel ni Irán han cambiado su posición estratégica. El primero seguirá monitoreando cada paso del programa nuclear iraní con lupa, listo para volver a golpear si lo considera necesario. El segundo continuará reconstruyendo sus instalaciones y afianzando alianzas con Rusia, China y actores no estatales en la región. Estados Unidos, por su parte, buscará mantenerse como árbitro, aunque sin comprometerse más allá de lo electoralmente rentable.

Es urgente, por tanto, que la comunidad internacional retome la iniciativa. No basta con celebrar una tregua. Se necesita un proceso diplomático real, con verificación independiente, reducción progresiva de armamento ofensivo, monitoreo del programa nuclear iraní y garantías para todas las partes. El acuerdo nuclear de 2015, abandonado por Trump en su primer mandato, puede servir como punto de partida. Pero se requerirá voluntad política, firmeza multilateral y visión de largo plazo.

Porque cuando la guerra se detiene por conveniencia, pero no se resuelven las causas estructurales del conflicto, lo más probable es que la tregua sea apenas un intermedio. Una pausa entre dos actos de una tragedia anunciada.

Israel e Irán bajaron las armas, por ahora. Pero el conflicto sigue latente. Lo sabio sería prepararse para evitar el siguiente estallido, no simplemente esperar a que ocurra. La paz verdadera no se decreta desde un podio; se construye con decisiones difíciles, diálogo constante y un compromiso real con la estabilidad. Y eso, por ahora, aún está por verse.

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