Historias Meridiano | Jorge Enrique González
¿Puedes imaginar un Tepic con industrias? Pues hubo un tiempo en que una zapatería de la ciudad tenía su propia fábrica de calzado. Esta es la historia de la familia que llegó desde Guadalajara para echarla a andar, y que hoy, medio siglo después, conserva entre hilos y suelas el recuerdo de una época olvidada y que no tiene retorno.
Jorge Alberto Hernández Lira nació en 1958, en Guadalajara. Desde los diez años, comenzó a ayudar a su padre en la fabricación de calzado. No reparaciones, fabricación. Zapato a zapato, corte a corte. Aquello era un oficio completo. En los años sesenta, a su padre le ofrecieron trasladarse a Tepic para abrir una fábrica. La propuesta vino de las zapaterías Larios, que buscaban producir calzado propio en lugar de importarlo desde León o Guadalajara. La familia se instaló frente a los Estadios, en un predio grande que también tenía salida a la avenida Jacarandas. Allí trabajaban unas cuarenta personas entre hombres y mujeres. Diez años duró aquella aventura.
Después la sociedad se rompió y con ella el sueño industrial. La fábrica cerró y su padre abrió un pequeño taller, aún dedicado a fabricar calzado a la medida. Más tarde, empezó también a reparar. Así fue naciendo el giro que Jorge Alberto heredó. Durante más de tres décadas, el taller estuvo en la avenida México. Luego, por la enfermedad del padre y el fin del contrato de arrendamiento, se trasladó a su casa en las Siete Esquinas, donde todavía recibe a algunos clientes, más por gusto que por negocio.
“El remiendo ya no deja”, dice con calma. Reparar unos tenis rotos cuesta entre 250 y 300 pesos, mientras que en cualquier tienda se consiguen nuevos, aunque de baja calidad, por menos de 200. “Ya no conviene”, repiten sus clientes. Solo quienes sienten verdadero apego por sus zapatos deciden repararlos. Los que usan calzado de gama alta, como los Picolinos, tampoco lo hacen. Esos pares duran años, tanto que se acaban por dentro antes que por fuera.
Hoy, Jorge Alberto trabaja dos o tres veces por semana. Tiene 66 años. Va seguido a consultas médicas y estudios clínicos. El taller es más una rutina para mantenerse activo que una fuente de ingresos. “Aquí paso el día haciendo algo. A veces hago trabajos sociales. La gente no tiene para pagar lo que realmente cuesta un arreglo, y uno cobra la mitad o menos. Pero me siento útil, siento que todavía sirvo de algo.”
Ninguno de sus hijos quiso continuar con el oficio. Cada uno tomó otro camino. Uno trabaja en una tienda departamental, otro es estilista, otro comercia ropa y calzado. Ya no hay aprendices. Antes, los talleres estaban llenos de jóvenes que se iniciaban en el oficio. Ahora, como él dice, muchos sueñan con salir en YouTube o con tener una carrera profesional. No lo dice con molestia. “Mejor que estudien”, asegura.
Además del calzado, otra pasión lo acompaña desde joven: el ciclismo. Recuerda que en los talleres de antes había zapateros que gastaban el salario de toda la semana en un par de días de fiesta. A él eso no le gustó. Se volcó en la bicicleta y también en el frontón. Como ciclista aficionado ganó competencias en el parque Juan Escutia. Aún conserva trofeos, aunque estén polveados y arrinconados. Jugó también en torneos de frontón en la Alameda. En esos deportes encontró disciplina y una forma de vida distinta.
Recuerda los años dorados del calzado nacional. Cuando se usaban los zapatos Canadá, los bostonianos, que duraban toda la secundaria y parte de la preparatoria. A veces sólo cambiaban la suela. El mismo par seguía funcionando. “Era una chulada de zapato”, dice. Fabricado con buena piel, con estructura. Ahora todo es hule. Las botas militares también eran otra cosa. De pura vaqueta, tronaban al marchar. Les ponían protectores de fierro adelante y atrás. Rayaban el piso como si fueran caballos. Todo eso generaba trabajo. Ahora las botas tienen cierre lateral y suela de plástico.
La pandemia lo afectó fuerte. Si no fuera porque el local es propio, ya habría cerrado. “No podría pagar renta. Muchos negocios quebraron.” Ya no puede mantenerse sólo del remiendo. Vive con apoyo de sus hijos. Lo poco que gana le alcanza para algunos gastos mínimos. Es más una forma de mantenerse en pie que un empleo real.
¿Y dentro de diez años?, le pregunto. “No sé. Tal vez todavía queden algunos tallercitos. Pero ya no como antes. Ahora es más fácil tirar y comprar nuevo.” Mientras tanto, sigue sentado entre máquinas viejas, clavos, remaches, costuras a mano y suelas que aún suenan al doblarse. Es probable que sea de los últimos, de aquellos que ayudaban a caminar una ciudad que ha cambiado demasiado.