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jueves, julio 31, 2025
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Volantín | Tribuna en ruinas; La política reducida a pleito

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El Congreso de la Unión, concebido como pilar de nuestra vida democrática, atraviesa una de sus etapas más oscuras en términos de calidad legislativa y nivel de debate. Lejos han quedado los tiempos en los que la tribuna parlamentaria era ocupada por voces ilustradas, figuras que se conducían con sobriedad, conocimiento y auténtico compromiso republicano. Hoy, en contraste, se observa con creciente preocupación cómo ambas Cámaras —Diputados y Senadores— se han convertido, en no pocas ocasiones, en escenarios de enfrentamientos estériles, gritos, insultos e incluso actos físicos vergonzosos que distan mucho del decoro que exige la representación popular.

El más reciente episodio bochornoso protagonizado por senadoras, cuyas imágenes circularon profusamente en redes sociales, no sólo evidencia la falta de civilidad política, sino que confirma la caída libre del nivel discursivo y ético dentro del Poder Legislativo. Lo ocurrido en el Senado no debe entenderse como un hecho aislado ni como simple anécdota amarillista. Es, más bien, un reflejo nítido de un deterioro institucional que se ha venido profundizando a lo largo de los últimos años.

La tribuna legislativa, que alguna vez fue espacio para el intercambio respetuoso de ideas y el debate profundo sobre temas torales para el país, se ha visto desplazada por el espectáculo. En lugar de argumentos, se ofrecen eslóganes. En lugar de razonamientos, descalificaciones. En lugar de oratoria, gritos. Esta transformación, alimentada por la lógica de la polarización y el oportunismo mediático, ha vaciado de contenido el quehacer parlamentario y ha desprestigiado, de forma alarmante, la figura del legislador.

Es inevitable, ante este panorama, recordar con nostalgia las épocas en que el Congreso de la Unión albergaba debates de verdadera altura. Legisladores como Jesús Reyes Heroles, Heberto Castillo, Carlos Castillo Peraza, Porfirio Muñoz Ledo —en su mejor etapa—, Luis H. Álvarez, Gilberto Rincón Gallardo, Demetrio Vallejo, entre otros, hicieron de la Cámara de Diputados y del Senado auténticas aulas de formación cívica y política. Eran parlamentarios capaces de confrontar ideas sin recurrir al insulto; hombres y mujeres que entendían la política como una actividad noble, basada en la razón, la ley y el respeto.

Hoy, en contraste, abundan legisladores sin formación política ni jurídica, sin vocación de servicio, que llegaron a sus curules o escaños no por su trayectoria ni su preparación, sino por su lealtad incondicional a los liderazgos partidistas o por su presencia en redes sociales. El mérito ha sido desplazado por la conveniencia, la reflexión por la consigna, y la institucionalidad por la sumisión.

No se trata, por supuesto, de idealizar el pasado ni de negar que las Cámaras siempre han reflejado las tensiones y conflictos inherentes a la política. Pero sí debemos reconocer que la degradación actual es distinta en su profundidad y consecuencias. El Congreso, en vez de constituirse en contrapeso efectivo del poder, se ha convertido —en muchos casos— en un apéndice del Ejecutivo o en una arena estéril de confrontación entre bloques que poco o nada construyen.

La consecuencia más grave de esta decadencia no es solo legislativa —leyes pobres, reformas improvisadas, falta de consensos— sino profundamente institucional: se erosiona la confianza ciudadana en las instituciones. ¿Cómo pedir al pueblo que crea en sus representantes si lo que observa son escenas de gritos, ofensas y violencia? ¿Cómo exigir respeto por la política si quienes la ejercen no se conducen con dignidad?

Preocupa también el silencio —cuando no la complicidad— de muchas fuerzas políticas que, en lugar de promover perfiles con capacidad técnica y visión de Estado, continúan apostando por el clientelismo electoral, premiando la obediencia ciega y la demagogia. Así, se perpetúa un círculo vicioso que impide elevar la calidad del Congreso y, por ende, del sistema político en su conjunto.

Sin embargo, aún es posible revertir este proceso. Es urgente una nueva cultura parlamentaria basada en el respeto institucional, la argumentación racional y el compromiso con el bien común. Ello requiere no solo reformas normativas, sino un cambio profundo en los criterios de selección y formación de quienes aspiran a legislar. La responsabilidad recae tanto en los partidos políticos como en la ciudadanía, que debe exigir representación de calidad y no conformarse con opciones mediocres.

También es indispensable recuperar el valor del disenso legítimo. El Congreso no puede funcionar si la crítica se interpreta como traición o si la pluralidad se combate como una amenaza. La deliberación parlamentaria es, o debería ser, el corazón de la democracia. Por ello, debe fomentarse una cultura donde el adversario político sea visto como interlocutor necesario, y no como enemigo a derrotar por cualquier medio.

México necesita con urgencia un Poder Legislativo fuerte, respetado y funcional. Un Congreso que vuelva a ser, como lo fue en sus mejores momentos, foro de ideas y propuestas, y no vitrina de escándalos. Para lograrlo, se requiere de una transformación que no será sencilla ni inmediata, pero que es impostergable si queremos preservar la salud de nuestra democracia.

Como bien decía don Jesús Reyes Heroles, “en política, la forma es fondo”. La forma en que se conducen nuestros legisladores dice mucho del fondo de nuestra vida pública. Y si lo que hoy vemos es gritos, empujones y ridículos montajes, entonces el fondo está más erosionado de lo que creemos.

Ha llegado el momento de alzar la voz, de exigir altura, de recordar que el Congreso representa al pueblo y que su dignidad es la dignidad de todos. No más circo, no más degradación. México merece un Parlamento que esté a la altura de su historia y de sus desafíos.

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