Como si se tratara de una broma cruel o una afrenta deliberada a la memoria de las víctimas de la pandemia, desde Palacio Nacional se confirmó esta semana que Hugo López-Gatell Ramírez, exsubsecretario de Prevención y Promoción de la Salud, representará a México ante la Organización Mundial de la Salud (OMS).
La presidenta Claudia Sheinbaum fue quien anunció el nombramiento, sin disimulo y con un tono institucional, calificando al personaje como “un profesional de alto nivel” y restando importancia a las múltiples voces que han cuestionado —con razón— su idoneidad para el cargo. Pero más allá del protocolo, todos sabemos de dónde viene la orden: desde Palenque, Chiapas, donde el expresidente Andrés Manuel López Obrador, lejos de haberse retirado de la política, sigue moviendo los hilos del poder nacional.
Esta decisión lleva su sello inconfundible: autoritarismo, soberbia y desdén por la crítica. López-Gatell no fue un simple funcionario técnico. Fue el operador estrella de una estrategia de salud pública que, además de ineficaz, estuvo basada en la manipulación de datos, la desinformación sistemática y la obediencia ciega a un solo hombre.
Durante los años más crudos de la pandemia por COVID-19, Hugo López-Gatell se convirtió en la cara visible del desastre. En vez de asumir un papel técnico y responsable, optó por ser vocero político. Desde las conferencias vespertinas, sostenía con tono didáctico ideas que muchas veces contradecían el consenso científico global. Insistía en que el cubrebocas no era útil, desalentaba las pruebas masivas, minimizaba los riesgos de contagio comunitario y rechazaba la necesidad de cerrar fronteras o aeropuertos.
Mientras el mundo entero cerraba filas y tomaba medidas de emergencia, en México la narrativa oficial apuntaba a que “todo estaba bajo control”. Se hablaba de aplanar curvas imaginarias mientras los hospitales públicos colapsaban y los cuerpos se acumulaban en los crematorios. En muchos hogares mexicanos, la muerte llegó sin diagnóstico, sin oxígeno, sin atención médica.
Y mientras tanto, López-Gatell aparecía en televisión como si se tratara de un espectáculo más del gobierno. Su cinismo alcanzó niveles inaceptables cuando, en pleno repunte de contagios, decidió vacacionar en Oaxaca. Las imágenes de su paseo sin cubrebocas se volvieron virales, provocando una indignación que ni él ni el régimen supieron o quisieron entender.
La diferencia entre las cifras oficiales y el exceso de mortalidad ha sido ampliamente documentada por organismos autónomos, medios de comunicación, instituciones académicas y hasta reportes internacionales. Se estima que más de 500 mil personas murieron por causas asociadas directa o indirectamente al COVID-19, una cifra muy por encima de lo que el gobierno federal estuvo dispuesto a admitir.
No se trata sólo de números. Se trata de vidas humanas. De padres, madres, hermanos, abuelos, hijos que no recibieron atención adecuada. De médicos y enfermeras que dieron su vida sin condiciones dignas para laborar. De familias que no pudieron despedirse de sus seres queridos, que fueron enterrados en bolsas negras sin ceremonias, sin justicia, sin explicación.
¿Y qué hizo el Estado con el principal responsable de esa estrategia sanitaria? Lo premia. Lo convierte en embajador. Le otorga un pasaporte diplomático y lo sienta en una mesa internacional. En cualquier otro país con instituciones fuertes y memoria viva, López-Gatell estaría rindiendo cuentas. Aquí, lo mandan a Ginebra.
El nombramiento de López-Gatell no responde a méritos académicos o logros profesionales. Es, simple y llanamente, una recompensa por su lealtad política. Fue uno de los pocos funcionarios capaces de sostener el discurso presidencial sin pestañear, sin titubear, sin importar cuán absurda fuera la línea oficial.
El propio López Obrador lo describió en su momento como un “extraordinario profesional” que había resistido “ataques injustos” de la prensa y los conservadores. Esos “ataques” eran, en realidad, exigencias de rendición de cuentas, reclamos de transparencia, llamados urgentes a la sensatez. Fueron ignorados, desde luego.
Hoy, con Sheinbaum al frente pero con López Obrador aún detrás del telón, se repite la historia: no se premia la eficiencia ni la sensibilidad, sino la obediencia. No se honra a quienes realmente hicieron sacrificios por el país, sino a quienes supieron agradar al líder.
El impacto moral de esta decisión es devastador. ¿Cómo explicarles a las familias de los fallecidos que el hombre que simboliza la negligencia institucional ahora representará al país ante la OMS? ¿Qué sentirán los médicos que lucharon sin insumos, que tuvieron que improvisar con lo que había, que se contagiaron una y otra vez sin ningún tipo de apoyo?
El agravio no es menor. Es un mensaje claro: en este país, los errores no sólo no se castigan, sino que se premian. La incompetencia no se corrige, se recicla. Se blinda. Se exporta.
La Organización Mundial de la Salud no tiene la facultad de vetar a representantes nacionales, pero eso no significa que sea indiferente a sus trayectorias. La inclusión de López-Gatell en sus foros no pasará desapercibida. Representa un deterioro en la imagen internacional de México. Reduce nuestra autoridad moral. Compromete nuestra credibilidad como país comprometido con la salud pública global.
En lugar de enviar a un profesional de prestigio, a un experto que represente lo mejor del talento mexicano en medicina, se envía a un operador político cuya gestión fue objeto de críticas dentro y fuera del país. La diplomacia sanitaria, como cualquier otra, requiere solvencia ética. Y López-Gatell, simplemente, no la tiene.
El gobierno de Claudia Sheinbaum apenas comienza, pero con esta decisión, manda un mensaje equivocado. No basta con decir que “hay continuidad con cambio”. Si las decisiones fundamentales siguen viniendo del expresidente López Obrador, si los peores cuadros del sexenio anterior se reciclan, entonces estamos condenados a repetir los mismos errores.
Es urgente que la sociedad civil, los medios libres y la comunidad médica alcen la voz. No se puede permitir que este nombramiento quede como un trámite más. Hay que insistir en la memoria, en la exigencia de justicia, en la rendición de cuentas.
La historia juzgará a Hugo López-Gatell por sus omisiones y decisiones durante la pandemia. Pero hoy, nosotros —la sociedad— debemos reaccionar con firmeza. Porque callar ante una infamia de esta magnitud sería, también, una forma de complicidad. Y porque honrar a las víctimas no es sólo un deber moral: es un acto de dignidad colectiva.