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miércoles, julio 30, 2025
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Todos somos de “Extranjia”

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El extranjero adquiere diversos nombres, pocas veces neutros, algunos peyorativos y casi siempre excluyentes. Todos somos extranjeros, ante los ojos de los otros y, dolorosamente, a veces de los nuestros. Ese país, pongámosle por nombre Extranjia, podría ser un planeta espejo del nuestro, porque todos provenimos de allá, porque somos extraños ocasionalmente o de manera permanente.

¿Cuáles son los territorios donde se levantan muros para impedir el ingreso de otros? Empecemos por los más pequeños: la familia nuclear, la familia ampliada, los grupos y clubes de pocos miembros. Sigamos con los intermedios: los barrios, las rancherías, los pueblos, las ciudades, los partidos políticos, las cofradías de todo signo. Terminemos con los planetarios: los credos, las iglesias, las clases sociales, las ideologías, las naciones.

El primer paso es un muro infranqueable, luego la expulsión del que logra entrar, seguido de una guerra de odio y el exterminio del extranjero. Somos extranjeros hasta en nuestra propia patria, porque cada conducta o preferencia es pretexto para hacernos a un lado o ser expulsados de las pequeñas patrias exclusivas.

Si repasamos nuestra vida encontraremos momentos de discriminación disfrazada o explícita contra nosotros. Tal vez cueste más trabajo identificar cuando nosotros la ejercemos.

No hace falta cruzar una frontera para ser extranjero. Basta cambiar de acento, de ropa o de costumbre para despertar recelo en nuestro entorno. El extranjero no siempre llega de lejos: puede ser el nuevo maestro, la mujer sola en la junta de ejidatarios, el joven que no se deja encasillar. Su sola presencia incomoda porque cuestiona el reparto invisible de pertenencias y privilegios.

Y hay, también, extranjería interior: sentirnos ajenos a los códigos del grupo, a las fiestas familiares donde nos sabemos de más, a las conversaciones donde todos ríen salvo uno. Ser extranjero, entonces, no es un estado migratorio, sino una experiencia que atraviesa a todos. Se puede tener papeles en regla y, aun así, no ser admitido en las patrias emocionales de los otros.

Para no ir más lejos, el lenguaje cotidiano implantado por la opción política dominante de México ha encontrado en dos palabras los dardos lanzados un día sí y otro también contra los demás: unos a otros nos llamamos “chairos” o “fifís”.

Nuestro vecino Estados Unidos, ciudadanos y autoridades actuales, han emprendido una guerra contra los migrantes, con todo el odio, el desprecio y la violencia. Nosotros, en los días recientes hemos hecho nuestra parte contra los gringos, con manifestaciones contra los residentes extranjeros en la Condesa y la Roma de la Ciudad de México, que roban nuestros barrios, los encarecen, se apropian de lo que es nuestro.

En las ciudades del país hacemos la vida difícil a los “chilangos”, sean comerciantes o altos funcionarios que “acaparan nuestras oportunidades de empleo”. Ellos en su ciudad hacen lo mismo con los provincianos, con los gringos, con quienes se pongan enfrente.

En la zona serrana, nuestros pueblos originarios, reclaman como exclusivamente suyas las tierras que les arrebataron hace cinco siglos los sanguinarios conquistadores de España. En otros puntos, los mestizos los expulsan a ellos o los agreden.

Hay razones biológicas, culturales y psicológicas que podrían explicar ese miedo al que viene de fuera y que nos ha hecho levantar muros, expulsar y segar vidas, pero no lo suficientemente sólidas como para resolver este problema, evitarlo, atajarlo, darle salidas más civilizadas.

Cabría esperar que al menos la autoridad hiciera lo necesario para contener esas expresiones xenofóbicas y toda discriminación, para desincentivarlas o castigarlas. Pero es mucho pedir, cuando la base de su ascenso al poder es la explotación del odio al otro, la ridiculización del oponente y la polarización como doctrina y praxis.

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