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miércoles, julio 30, 2025
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Letras del director | Algo más de extranjerías

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La desconfianza y el miedo están siempre en nuestra primaria xenofobia, ese rechazo y odio al extranjero, tan humano, tan universal, de numerosos y variados matices. Flota en el aire de todas las culturas, aun en aquellas que se jactan de hospitalarias.

La migración ha sido la madre de nuestras civilizaciones. Fue el acto fundacional de la especie, semilla del mestizaje, motor de progreso. Ese peregrinar ha sido acompañado por la resistencia, la expulsión. Para contener el peregrinaje libre se han levantado muros y murallas en ciudades, en naciones. Y no sólo en el terreno físico: también en los laberintos mentales, en las palabras que excluyen, en los gestos que humillan, en los sueños, en las pesadillas.

La pulsión humana en contra del de fuera, del intruso, nos hace construir portentosas murallas íntimas, personales, para impedir la entrada de los otros por razones de clase, de educación, de color, de raza, de credo, de ideología y todos los etcéteras posibles. Y si logran entrar, tenemos todas las reservas para expulsarlos, para aniquilarlos si hay necesidad. Nos molesta lo distinto incluso dentro de la propia familia, cuando alguien no actúa conforme al molde.

Todos los días, los medios formales y las redes nos hacen llegar historias vergonzosas y dolorosas de esa xenofobia y extranjería que todos vivimos o padecemos al mismo tiempo sin percibirlo. Conviven en nosotros como personas y colectividades sin que sean mutuamente excluyentes. Vemos la frontera en los otros, pero no alcanzamos a ver las murallas en nosotros. Negamos que existe un muro en nuestra mirada, y sin embargo se alza cada vez que evitamos a alguien por su acento, sus hábitos, sus dioses, sus preferencias.

Eduardo del Río, Rius, lo escribió así en 2010: “Desde hace 15 años estoy casado con una muchacha hija de campesinos morelenses, morena y que creció y fue criada como campesina. Con ella procreamos una hija que afortunadamente no salió güera ni con ojo claro. El contacto con su familia me ha permitido conocer de primera mano a otra clase de mexicanos con los cuales, tengo que reconocerlo con pena, la relación no se ha dado como yo quisiera. Sigue existiendo entre nosotros esa barrera que durante siglos ha separado a los mexicanos, los blancos de un lado y los mestizos del otro. La desconfianza siempre presente…”

Ese “Pobrecito mi patrón, piensa que el pobre soy yo” fue el himno del empleado contra el empleador. Lo cantamos a coro, extasiados, hasta que pasamos del otro lado. Alguna parodia sin éxito en la radio cantaba: “Pobrecito el obrero flojo, quiere sueldo sin sudor, llega tarde, pide aumento y se queja del patrón. Yo les di pan y cochera, pero quieren vacación… ¡No nací para limosnas, el patrón soy yo!” Esa letra no pegó; los patrones no tenían quién les escribiera y cantara. Recordemos que los trovadores eran cubanos o amigos de cubanos. Y allá, chico, odian a los patrones.

Cuando vemos una escena de detenciones de migrantes mexicanos seguramente experimentamos enojo. Ese enojo es improductivo, porque en el fondo nos sirve para aliviar culpas. “Yo repruebo lo que hacen esos gringos”, nos dice una voz tranquilizadora. Pero hay otra voz que nos dice: “Tú eres igual, con los propios gringos en México, con los indios, con todos los que no son o piensan como tú”. Para esa voz siempre somos sordos. Y nuestras murallas íntimas y nuestro desprecio por lo diferente siguen intactos. Con esas barreras simbólicas, cognitivas y materiales que nos separan de la otredad. Son barreras tan bien normalizadas que ya ni las notamos. Viven en nuestras frases hechas, en nuestras bromas de sobremesa, en los silencios que reservamos para ciertos cuerpos.

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