En la compleja sinfonía del comercio internacional, el actual presidente de los Estados Unidos, Donald J. Trump, vuelve a tocar una nota disonante que resuena con fuerza —y preocupación— en los mercados globales. A escasos días de que venza el plazo autoimpuesto de 90 días para aplicar los llamados aranceles “recíprocos”, la Casa Blanca ha comenzado a enviar cartas de advertencia a sus socios comerciales. En ellas se amenaza con la entrada en vigor de nuevos aranceles a partir del 1 de agosto, salvo que se concreten nuevos acuerdos que satisfagan los criterios de “justicia” definidos por la propia administración.
La decisión, anunciada formalmente el lunes 8 de julio, es la más reciente expresión de la doctrina Trump en su segunda presidencia: una mezcla de nacionalismo económico, presión bilateral, y retórica de fuerza. Una estrategia que, si bien puede granjearle aplausos entre ciertos sectores del electorado estadounidense que ven en la globalización una amenaza más que una oportunidad, genera crecientes interrogantes sobre su impacto en el escenario global.
La lógica detrás de esta ofensiva comercial no es nueva. Trump, desde su primer mandato, ha abogado por un comercio “justo”, que en su definición suele significar que Estados Unidos obtenga ventajas proporcionales a las que ofrece. Sin embargo, el concepto de reciprocidad ha sido usado como pretexto para imponer tarifas punitivas que, más que corregir desequilibrios, tensan las relaciones diplomáticas y distorsionan los flujos comerciales.
Ahora, en su segundo mandato, el magnate neoyorquino retoma la misma senda, pero con mayor ímpetu. Ha dado 90 días para renegociar acuerdos o, de lo contrario, imponer aranceles más altos a una lista aún ambigua de productos y países. La falta de claridad sobre quiénes serán los afectados y en qué medida, sumada al hermetismo de la oficina comercial estadounidense, incrementa la incertidumbre para empresas, consumidores e inversionistas.
La estrategia, además de arriesgada, parece contradecir los principios básicos de certidumbre jurídica y estabilidad que exigen las relaciones comerciales internacionales. La Organización Mundial del Comercio (OMC), ya debilitada por años de ataques del propio Trump, observa con impotencia cómo se sigue erosionando el multilateralismo.
Las consecuencias de esta postura no tardarán en hacerse sentir. Las amenazas de tarifas no sólo perjudican a los países que podrían ser sancionados, sino que también golpean a los consumidores estadounidenses, quienes terminarán pagando más por productos importados. Asimismo, las cadenas de suministro, muchas de ellas intrincadamente tejidas entre varios países, corren el riesgo de romperse o volverse más costosas, lo que impactará la competitividad de las empresas norteamericanas.
Por otra parte, se anticipan reacciones. China, la Unión Europea, México, Canadá y otras economías clave podrían responder con medidas espejo, iniciando un nuevo capítulo de guerras comerciales que ya han demostrado ser ineficaces para resolver desequilibrios estructurales. La historia de los aranceles aplicados a productos chinos durante el primer mandato de Trump dejó como saldo mayores costos, inflación importada, y una reconfiguración del comercio que no necesariamente benefició a Estados Unidos.
Existe, no obstante, otra lectura posible: que todo esto forme parte de una estrategia de negociación al estilo Trump. Es decir, elevar la tensión al máximo para obtener concesiones de último momento. El propio presidente ha declarado que podría ampliar el plazo si observa “buena voluntad” por parte de los socios comerciales. Este juego del “gato y el ratón” no es extraño en su forma de gobernar: lanzar un ultimátum, luego abrir una puerta para una salida negociada, y finalmente presentarse como el gran conciliador.
Sin embargo, esta táctica pierde efectividad cuando se abusa de ella. Las contrapartes aprenden a leer las señales y pueden optar por resistir, esperando que el presidente retroceda, como ha ocurrido en otras ocasiones. La pregunta es cuánto están dispuestos a ceder países como Japón, Alemania, Brasil o México —todos con importantes vínculos comerciales con Estados Unidos— sin perder dignidad o poner en riesgo sus propias economías.
Para México, el momento es particularmente delicado. Tras años de ajustes al T-MEC, y con una relación bilateral sujeta a constantes sobresaltos migratorios, energéticos y de seguridad, la amenaza de nuevos aranceles representa una espada de Damocles sobre sectores estratégicos como el automotriz, el agrícola y el manufacturero.
El gobierno mexicano ha optado por una postura de prudencia, manteniendo el canal diplomático abierto, pero sin ceder a presiones unilaterales. La Cancillería y la Secretaría de Economía tienen la difícil tarea de proteger los intereses nacionales sin provocar una reacción más virulenta de la Casa Blanca. Una línea delgada que exige inteligencia, firmeza y capacidad de interlocución, cualidades que deberán afinarse ante el endurecimiento del discurso trumpista.
Más allá del impacto económico, el momento de esta ofensiva comercial tiene un innegable tinte político. Con las elecciones intermedias en puerta y un Congreso dividido, Trump busca galvanizar a su base con una narrativa de defensa férrea de los intereses estadounidenses. La retórica de que “el mundo se aprovecha de EE.UU.” vuelve a tomar fuerza, y los aranceles se presentan como herramientas de dignificación nacional más que como mecanismos técnicos de política económica.
Sin embargo, este discurso puede volverse en su contra si los efectos colaterales son significativos. La inflación, el descontento empresarial, las dificultades logísticas y la pérdida de competitividad pueden acabar erosionando el respaldo que hoy goza en varios estados clave.
En definitiva, lo que vemos es una jugada audaz, pero no exenta de riesgos. Al intensificar la presión sin ofrecer claridad ni garantías, la Administración Trump está apostando por un modelo de confrontación que puede rendir frutos políticos a corto plazo, pero que pone en jaque la estabilidad comercial global.
Los mercados, los socios y hasta algunos actores internos estadounidenses miran con escepticismo esta escalada. Quedan apenas horas para que la amenaza se transforme en acción o se disuelva en una nueva ronda de negociaciones. Pero incluso si el plazo se extiende o los aranceles se postergan, el daño a la confianza ya está hecho.
Es el estilo Trump: gobernar a golpe de tuit, presión y amenaza. Lo que falta ver es si esta vez, el resto del mundo se pliega… o le responde con la misma moneda.