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martes, agosto 12, 2025
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Volantín | La lucha de Trump contra el poder mediático

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En un episodio más del convulso y desafiante escenario político estadounidense, el presidente Donald Trump ha vuelto a colocar su figura en el centro de la controversia pública, esta vez al interponer una demanda millonaria contra uno de los conglomerados mediáticos más poderosos del mundo: Dow Jones & Company, empresa matriz del influyente diario The Wall Street Journal, y contra su propietario, el magnate Rupert Murdoch.

La querella, por una suma nada desdeñable de 10 mil millones de dólares, acusa al diario de haber calumniado a Trump al publicar una nota en la que se le vincula con Jeffrey Epstein, el difunto y tristemente célebre delincuente sexual, mediante una supuesta tarjeta de felicitación enviada en 2003. En dicha tarjeta, según The Wall Street Journal, se incluía una imagen obscena y el nombre de Trump, insinuando una cercanía o complicidad entre el entonces empresario neoyorquino y el depredador sexual. El presidente lo niega categóricamente, calificando la publicación de “falsa, maliciosa y legalmente inadmisible”.

Este acto jurídico —más allá de sus implicaciones estrictamente legales— no puede desligarse del contexto político, mediático y judicial que envuelve la figura de Trump desde que retomó la presidencia en 2024. Nos encontramos ante un capítulo más de la larga saga de confrontaciones entre el exmagnate y los medios de comunicación tradicionales, a los que con frecuencia ha señalado como parte del “enemigo del pueblo” y de una “élite liberal” que, a su juicio, actúa como brazo armado del progresismo estadounidense.

En el fondo, esta demanda no es únicamente un acto defensivo ante un supuesto agravio, sino una maniobra estratégica que opera en múltiples niveles. Primero, permite a Trump reforzar el relato de la “persecución mediática” del cual se ha alimentado desde su irrupción en la política, apelando a un electorado que desconfía profundamente de la prensa institucional y que ve en su líder a un gladiador enfrentado a los poderes establecidos.

Segundo, el momento elegido no es casual. La publicación del artículo se dio justo después de que el Departamento de Justicia, bajo presiones públicas y cuestionamientos por su gestión del caso Epstein, solicitara la desclasificación de nuevos materiales relacionados con el escándalo. Este giro reabre heridas mal cerradas e involucra indirectamente a figuras de alto perfil, entre ellos Trump, que aunque nunca ha sido acusado formalmente por sus vínculos con Epstein, sí ha sido mencionado en más de una ocasión en círculos sociales y fotografías junto al fallecido.

Es previsible entonces que el mandatario busque cortar de raíz cualquier insinuación que lo ligue al caso, máxime en un ambiente electoral donde las percepciones pueden tener tanto o más peso que las pruebas. En este sentido, la demanda sirve como un mensaje de fuerza y control narrativo: Trump no se deja pisotear y no permitirá que el pasado se utilice como herramienta de desgaste político.

En lo jurídico, el caso abre una vez más el debate sobre los límites de la libertad de prensa y el derecho a la protección del honor. En Estados Unidos, la vara para probar la difamación es particularmente alta cuando el afectado es una figura pública, como lo estableció el caso New York Times Co. v. Sullivan de 1964. Para que Trump tenga éxito en su demanda, deberá demostrar que el Wall Street Journal actuó con “malicia real”, es decir, que publicó información sabiendo que era falsa o con un desprecio temerario por la verdad.

Una carga difícil de probar, salvo que existan documentos internos, correos electrónicos u otros elementos que evidencien un propósito doloso. Sin embargo, eso no significa que la demanda esté condenada al fracaso; basta que provoque una retractación, una transacción extrajudicial o incluso un proceso largo que mantenga el tema en el debate público para que el presidente obtenga réditos políticos.

En este punto, vale preguntarse si estamos ante un intento legítimo de defensa del honor o ante una forma sofisticada de censura indirecta. Porque si bien nadie puede ni debe ser difamado impunemente, también es cierto que el ejercicio periodístico implica riesgos y el deber de escudriñar, más aún cuando se trata de figuras con poder político descomunal. El equilibrio es frágil y la tentación de utilizar el aparato legal para acallar voces incómodas siempre está latente.

Otro ángulo interesante es la inclusión de Rupert Murdoch como demandado. Aunque su imperio mediático ha sido tradicionalmente afín al conservadurismo, e incluso a Trump, la relación entre ambos se ha deteriorado desde el final del primer mandato del republicano. Murdoch ha permitido en sus medios, particularmente en el Wall Street Journal, ciertas críticas al estilo y decisiones del mandatario, lo cual ha generado roces.

La acción legal, por tanto, también puede leerse como un mensaje interno dentro del ecosistema mediático conservador: nadie, ni siquiera aliados históricos, está a salvo si desafían la narrativa oficial que Trump busca imponer. Se trata de consolidar el poder, no sólo en las urnas o en el Congreso, sino también en el relato que moldea la opinión pública.

Más allá del pleito puntual, lo que subyace es la persistente opacidad en torno al caso Epstein, que sigue generando escozor en diversas esferas del poder global. La presión para abrir los archivos, revelar nombres y esclarecer vínculos es enorme, y la resistencia institucional también lo es. Trump, como figura prominente y con historial de cercanía ocasional con Epstein, está atrapado en esa red, y cualquier mención puede ser un boomerang político.

Es en este entorno enrarecido donde se inscribe la reacción presidencial: una ofensiva legal que busca desactivar una bomba antes de que explote. El problema es que en política, como en física, toda acción genera una reacción. El efecto Streisand —es decir, el aumento del interés público sobre un tema a raíz de los intentos por ocultarlo— puede jugar en contra del propio Trump, amplificando una historia que quizá habría pasado más desapercibida de no haberla judicializado.

En suma, lo que presenciamos no es un simple acto judicial, sino una batalla por el control del relato. Trump se niega a que su imagen sea manipulada o desgastada sin respuesta. Su estilo frontal, polémico y a menudo divisivo, lo impulsa a responder con fuego cuando se siente atacado, y esta demanda es una muestra clara de esa lógica.

¿Logrará ganar en tribunales? Es incierto. ¿Logrará consolidar su base de apoyo presentándose como víctima del acoso mediático? Eso parece más probable. Lo que es seguro es que, en este juego de espejos donde la verdad, la percepción y la política se entrecruzan, la figura de Trump sigue siendo el epicentro de una América dividida, apasionada y, muchas veces, incapaz de mirar más allá del espectáculo.

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