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miércoles, agosto 20, 2025
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Volantín | Gentrificación: El espejismo del progreso y la expulsión disfrazada

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En la complejidad de nuestras urbes contemporáneas, donde la modernización avanza al ritmo de la especulación inmobiliaria y los discursos de progreso, se ha venido gestando un fenómeno tan sutil como devastador: la gentrificación. A primera vista, este proceso parece sinónimo de mejora, de revitalización de espacios urbanos otrora abandonados o marginados; sin embargo, bajo esa capa de barniz progresista se esconde una realidad cruda e ineludible: la expulsión sistemática de los sectores más vulnerables, víctimas de una lógica de mercado que prioriza el lucro sobre la vida comunitaria, la cultura popular y el derecho a la ciudad.

El conflicto generado por la gentrificación, que hoy atraviesa con fuerza barrios históricos de la Ciudad de México como la Roma, la Condesa, el Centro Histórico o Coyoacán, pero que también se replica en colonias tradicionales de Guadalajara como Santa Tere, Americana, o el barrio de Mexicaltzingo, no es un fenómeno nuevo. Sin embargo, ha alcanzado una intensidad alarmante en los últimos años debido al empuje de plataformas digitales de renta temporal, la inversión extranjera sin regulación, y la voracidad de un sector inmobiliario que ha encontrado en las zonas populares una mina de oro para la especulación.

Conviene hacer una pausa y reflexionar: ¿qué es verdaderamente la gentrificación? No basta con verla como el arribo de nuevos habitantes con mayores ingresos a zonas de menor desarrollo urbano; el conflicto de fondo es que estos movimientos generan aumentos sustanciales en el costo de vida, particularmente en rentas y servicios, lo que provoca que los residentes originales —muchos de ellos con décadas de arraigo y vínculos comunitarios— se vean forzados a abandonar sus hogares. No se trata, por tanto, de una mera transformación estética del espacio urbano, sino de un reordenamiento social con consecuencias profundas y muchas veces irreversibles.

Lo paradójico del caso es que, bajo el amparo del discurso de la modernidad, el orden y la seguridad, se desplaza de facto a quienes han mantenido vivos esos barrios, quienes han construido con su trabajo, su cultura y su historia el entramado que ahora otros disfrutan sin siquiera comprenderlo. El conflicto no es con el visitante ocasional ni con quien llega de buena fe, sino con un modelo de desarrollo urbano que privilegia el capital y margina al ciudadano común.

En este contexto, llama la atención la actitud omisa, cuando no cómplice, de autoridades locales y federales. En lugar de establecer políticas públicas que regulen el impacto de la gentrificación, se observa una tendencia a facilitar los procesos de desplazamiento, a través de autorizaciones laxas, falta de regulación a las plataformas de hospedaje y una visión del desarrollo urbano subordinada a los intereses de desarrolladores privados. ¿Dónde está el Estado como garante del derecho a la vivienda, a la identidad barrial, a la permanencia en el territorio?

El caso de la Ciudad de México es emblemático. La llegada masiva de trabajadores remotos, particularmente extranjeros, a raíz de la pandemia por COVID-19, detonó una transformación drástica en colonias céntricas. Muchos propietarios vieron la oportunidad de convertir viviendas tradicionales en departamentos de lujo o inmuebles de renta vacacional. Lo que pudo ser una oportunidad de integración se convirtió en un proceso excluyente: los precios se dispararon, los comercios locales fueron reemplazados por franquicias globales y la cultura del barrio dio paso a una estética prefabricada, orientada al consumo elitista. La consecuencia fue clara: los habitantes originales, incapaces de competir en esta nueva economía, fueron obligados a marcharse.

Guadalajara no se ha quedado atrás. En la zona centro, el llamado “rescate urbano” ha derivado en una gentrificación acelerada. Espacios como el Parque Morelos, que durante décadas fue un punto de encuentro popular, hoy es objeto de intervención que amenaza con desplazar a su comunidad tradicional. Lo mismo ocurre en el barrio de Analco o en la Colonia Moderna, donde cada nuevo café hipster o torre de departamentos representa, para muchos, una señal de alerta, un presagio de desarraigo.

El conflicto de fondo radica en el modelo de ciudad que se está construyendo. ¿Queremos una ciudad al servicio del capital, con zonas “limpias” y funcionales sólo para quienes puedan pagarlas? ¿O aspiramos a una urbe verdaderamente incluyente, donde la diversidad cultural y social no sea sacrificada en el altar del progreso mal entendido?

Desde luego, no se trata de negar la necesidad de mejorar la infraestructura urbana, de fomentar la inversión o de atraer talento global. Pero ello debe hacerse con visión, justicia y sensibilidad social. Resulta imperativo implementar mecanismos que garanticen la permanencia de los habitantes originarios: subsidios a la vivienda, control del precio de las rentas, regulación del uso del suelo, fortalecimiento del comercio local y fomento a formas de desarrollo que partan del respeto al tejido social.

Asimismo, es necesario abrir un debate público sobre el concepto mismo de “progreso”. ¿Progreso para quién? ¿A costa de quién? ¿Con qué efectos a largo plazo? Porque si algo ha demostrado la gentrificación es que, lejos de ser una solución, puede convertirse en una nueva forma de exclusión, maquillada con discursos de mejora urbana y sustentabilidad, pero profundamente injusta en su ejecución.

Hoy más que nunca debemos reivindicar el derecho a la ciudad como un derecho humano fundamental. Un derecho que no puede estar condicionado por la lógica del mercado ni por los vaivenes del capital global. Un derecho que implica la posibilidad de habitar, de participar, de incidir en la configuración del espacio común.

Y no es una lucha menor. En cada barrio que se transforma sin la voz de sus habitantes, se pierde un pedazo de historia, de identidad, de humanidad. En cada familia desplazada por la especulación inmobiliaria, se rompe un vínculo con la ciudad que habitamos. Y en cada decisión gubernamental que favorece el desarraigo en nombre del desarrollo, se fragua una traición a los principios básicos de justicia social.

Frente a ello, la ciudadanía no puede permanecer indiferente. Los colectivos vecinales, las organizaciones sociales, los académicos críticos y los medios de comunicación tienen un papel fundamental en visibilizar, cuestionar y proponer alternativas al modelo imperante. Es urgente construir ciudades para todos, no solo para unos cuantos. Es urgente, también, replantear nuestra idea de progreso, incorporando valores de equidad, inclusión y sostenibilidad verdadera.

Porque al final, lo que está en juego no es solo la fisonomía de nuestras ciudades, sino el alma misma de nuestras comunidades. Y defenderla es, sin duda, un acto de dignidad.

Opinion.salcosga23@gmail.com

@salvadorcosio1

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