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Volantín | Traición, tormenta y política: El caso Epstein como campo de batalla

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En el cada vez más polarizado escenario político de los Estados Unidos, donde las elecciones son más bien un campo de guerra simbólica que una fiesta democrática, el caso Epstein ha resurgido con la fuerza de un huracán en la opinión pública, arrastrando nombres de alto perfil, especulaciones sin tregua y acusaciones que trascienden los cauces judiciales para transformarse en armas políticas de destrucción masiva.

En este contexto, el actual presidente estadounidense, Donald Trump —fiel a su estilo frontal, provocador y con marcado desprecio por las formas institucionales— acusó públicamente a su antecesor, el demócrata Barack Obama, de “traición” en relación con el escándalo del difunto magnate Jeffrey Epstein. Y si bien es cierto que este señalamiento carece de sustento judicial conocido, su fuerza mediática ha sido descomunal. La acusación no es menor: se trata del señalamiento más grave que puede hacerse a un ex jefe de Estado, y más aún viniendo del propio titular del Ejecutivo.

Por su parte, Barack Obama no tardó en responder, calificando la declaración como “ridícula”. Un adjetivo que pretende minimizar la acusación pero que, al ser pronunciado por alguien tan calculador como Obama, busca también dejar claro que no piensa entrar en un juego de lodo que, sin embargo, podría salpicarlo sin remedio. La estrategia del expresidente demócrata ha sido siempre la contención, la compostura, la apelación a las instituciones. Pero en este nuevo ciclo político, donde las redes sociales y los noticiarios de espectáculos tienen tanto peso como las cortes de justicia, guardar silencio podría equivaler a otorgar.

Lo cierto es que el caso Epstein, muerto en prisión en 2019 en circunstancias aún cuestionadas —oficialmente suicidio, extraoficialmente asesinato encubierto—, ha resurgido en el momento exacto para alimentar una narrativa conveniente para la ultraderecha estadounidense, que ve en esta coyuntura una oportunidad para minar la ya debilitada credibilidad del establishment demócrata. Con una lista de contactos que incluye desde figuras de la realeza hasta grandes empresarios, actores, científicos y expresidentes, Epstein se convirtió en el símbolo de una élite podrida que, bajo el velo del poder y la riqueza, cometía toda clase de abusos y depravaciones. Su caída fue, para muchos, un espectáculo moralizante; para otros, una advertencia.

Trump, que en su momento también fue vinculado con Epstein —aunque ha sabido tomar distancia en sus discursos, asegurando que su relación fue mínima y que cortó lazos cuando se enteró del comportamiento del magnate—, ha encontrado en esta resurrección del caso una mina de oro narrativa. El expresidente Obama, que también aparece en registros de vuelos o eventos en los que participó Epstein, aunque sin pruebas concretas de participación en actividades ilegales, se ha vuelto un blanco ideal para capitalizar la indignación del votante conservador.

El juego, sin embargo, es peligroso. Al señalar a Obama de “traición”, Trump no solo polariza aún más a la sociedad estadounidense, sino que debilita los cimientos de la convivencia democrática. En una nación donde el respeto por las instituciones se ha erosionado notablemente en los últimos años, lanzar acusaciones de ese calibre sin una base jurídica sólida representa una irresponsabilidad política mayúscula. Pero Trump nunca ha sido un político tradicional. Su estrategia es clara: convertir la política en espectáculo, la opinión pública en tribunal, y el escándalo en catapulta.

Del otro lado, el silencio parcial de la clase política demócrata ante estas acusaciones revela una suerte de parálisis o, peor aún, una estrategia de contención basada en la esperanza de que el ruido mediático se disipe por sí solo. Sin embargo, no estamos ante un simple exabrupto. Estamos frente a una maniobra calculada para instalar, en el imaginario colectivo, la idea de que Obama —y por extensión, toda la corriente progresista— es parte de una maquinaria corrupta que ha protegido abusadores y encubierto crímenes.

Lo que está en juego es mucho más que una disputa entre dos exmandatarios o la gestión reputacional de una figura política. Se trata de la salud democrática de una nación que, como Estados Unidos, influye de manera determinante en la política global. Convertir la justicia en arma electoral no es algo nuevo, pero sí es cada vez más descarado. El lawfare (guerra jurídica) se ha vuelto una práctica común no sólo en Latinoamérica, sino también en las supuestas democracias consolidadas. Y aunque el caso Epstein debería ser investigado a fondo, caiga quien caiga, su instrumentalización con fines políticos es moralmente condenable.

No se trata de defender a Obama ni de crucificar a Trump sin pruebas. Se trata de exigir que las instituciones hagan su trabajo con independencia y que los políticos —especialmente aquellos que han ostentado la mayor magistratura de un país— se abstengan de dinamitar el tejido institucional por intereses personales o partidistas. La justicia no puede ser espectáculo ni venganza.

Este nuevo capítulo de la tormenta política estadounidense confirma que la lucha por el poder en ese país ha dejado de ser un debate ideológico y se ha convertido en una batalla sin reglas, donde la desinformación, el sensacionalismo y la manipulación emocional ocupan el centro del ring. Un espectáculo peligroso en tiempos de incertidumbre global, donde el debilitamiento de las democracias puede abrir las puertas a liderazgos autoritarios o populistas.

El caso Epstein aún tiene muchas sombras por aclarar. Y si existen pruebas de que figuras públicas cometieron crímenes, deben ser investigadas y sancionadas. Pero mientras el debate siga anclado en acusaciones sin sustento, calificativos extremos y estrategias de demolición mediática, la justicia seguirá siendo rehén del poder, y los verdaderos culpables, si los hay, seguirán protegidos por el ruido.

Habrá que observar con atención cómo evoluciona esta tormenta. Porque más allá de nombres y colores, lo que se pone en juego es el principio mismo del Estado de derecho y el valor de la verdad en una sociedad que parece acostumbrarse peligrosamente a vivir entre escándalos, sin exigir cuentas claras a nadie.

Por ahora, lo cierto es que la palabra “traición”, lanzada al aire con tanta ligereza, ya contaminó el debate público. Y aunque el viento de la política cambie, el daño —como suele pasar con las tormentas— podría durar mucho más que la lluvia.

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