En la era digital, donde el dolor ajeno se desliza con el dedo y el escándalo se mide en reproducciones, el consentimiento es una palabra en peligro de extinción. La privacidad, ese derecho tan defendido en las leyes, pero tan débil en la práctica, se convierte en un concepto ambiguo, casi obsoleto. Lo íntimo ya no nos pertenece, se graba, se sube, se comparte, se monetiza. Y todo, con una sonrisa, un filtro y una canción viral de fondo.
El caso de Sister Hong no es una historia cualquiera. Es una advertencia. Un espejo incómodo que nos obliga a ver el rostro detrás del contenido. Jiao, un hombre de 38 años, construyó un personaje aparentemente inofensivo, casi tierno, aunque con peluca desalineada, voz editada, gestos dulces. Encarnaba a una mujer sensible, accesible, entrañable para un público acostumbrado a consumir afecto en formato digital encasillado al estereotipo kawaii que se ha convertido en un canon de belleza en esta generación. Pero detrás de ese disfraz se edificó una operación estructurada de vulneración masiva.
Durante meses, engañó a más de mil 600 personas (que a pocos les importó que no fuera mujer “biológica”, ellos iban por sexo y compañia). Grabó sin consentimiento a 237 de ellas, convirtió esas grabaciones en “contenido exclusivo, de esos para fans” y lo vendió a suscriptores por 21 dólares la pieza. No eran sketches ni parodias, como otros canales que te topas en redes, eran fragmentos reales de vidas reales, de personas que, muchas veces desde la vulnerabilidad emocional, confiaron en alguien que no existía. Y lo peor no fue la estafa ni siquiera la ilegalidad. Lo verdaderamente aterrador fue la respuesta colectiva: lo convertimos en tendencia.
Memes, reacciones, imitaciones, incluso merchandising y filtros para redes sociales. Lo grotesco se volvió compartible. Lo inhumano, entretenido. Y nadie preguntó por el consentimiento de las víctimas. Como buitres digitales, como bien lo llamé en una de las columnas anteriores, nos lanzamos sobre el dolor, lo diseccionamos, lo decoramos con efectos y música, lo publicamos en nuestras historias como si estuviéramos narrando una serie de Netflix. Nos indignamos brevemente y luego deslizamos hacia el siguiente escándalo. En este Serengueti digital, donde todo es espectáculo, incluso la tragedia se vuelve tendencia.
¿Qué tan lejos estamos dispuestos a llegar con tal de figurar?
Porque la historia de Sister Hong no es excepcional. Es un síntoma. Es la consecuencia de una cultura que premia la viralidad y castiga la pausa. Una cultura donde el algoritmo no distingue entre el tutorial de maquillaje y la confesión de una víctima de abuso. Donde lo que más se comparte no es lo más veraz ni lo más justo, sino lo más grotesco, lo más morboso, lo que genera más clics. Lo que vende.
Los afectados por esta estafa, porque eso fue, una estafa emocional y ética (porque quizá si hubieran accedido a grabar si se los hubiera propuesto) perdieron más que su confianza. Perdieron trabajos, relaciones, estabilidad mental. Algunos enfrentan secuelas emocionales graves, no midieron las consecuencias de sus actos, no creyeron que tendría.
Pero mientras sus vidas colapsaban, su dolor se convertía en material viral, en hilo de Twitter, en TikTok de reacciones fingidas. Y ahí seguimos, observando como si no fuera con nosotros. Nos la pasamos reaccionando y compartiendo sin contexto, interactuando sin pensar, en modo Standby.
Este fenómeno no es nuevo, ya lo habíamos visto antes con influencers muertos en retos virales, con teorías conspirativas alrededor de feminicidios transmitidos en vivo, con fake news que “matan” celebridades en X (antes Twitter) y otras redes sociales, antes de que los medios puedan confirmar la información. Pero lo de Sister Hong fue diferente, fue la confirmación de que el consentimiento ha dejado de importar, de que, mientras algo sea impactante, divertido o vendible, no importa su origen. Y, sin embargo, seguimos llamando a esto libertad de expresión.
Pero no lo es. No cuando hay víctimas. No cuando se construyen narrativas falsas que destruyen vidas. No cuando la mentira se enmascara con estética kawaii y lenguaje afectivo para encubrir una mecánica de explotación. Como sociedad digital, hemos normalizado un tipo de consumo emocional que ya no distingue entre lo real y lo fabricado. Y, peor aún, hemos dejado de cuestionar qué historia ayudamos a contar cuando compartimos sin contexto.
Este es el corazón del problema, el algoritmo no pregunta por consentimiento. Nosotros deberíamos.
Quizá sea momento de recuperar el silencio no ese silencio indiferente, sino uno que reflexiona antes de compartir, que se incomoda antes de viralizar. Porque a veces, lo más valiente que podemos hacer en medio del ruido, es no participar del espectáculo, dejar de aplaudir y volver a mirar con humanidad.