En un rincón del Pacífico mexicano, entre las olas de San Blas y el bullicio discreto de Tepic, creció un niño inquieto, valiente, lleno de energía.
Brandon Arael Delgado Castro no fue un niño común: fue un pequeño que corrió antes de caminar, que saltaba de cabeza en los sillones mientras la vida ya lo empujaba a resistir.
Desde el kínder demostró su espíritu competitivo, ganando su primera medalla en una carrera de vallas. Pero lo que en realidad corría desde entonces, no eran solo sus piernas. Corría su corazón, cargado de sueños, cargado de vida.
Brandon aprendió pronto que para salir adelante se necesita más que talento. A los 11 años ya trabajaba descargando pescado en el muelle.
Lo hacía por un pescado que luego vendía, o llevaba a casa para compartirlo con su madre. Un día, regresando feliz con sus pescados, una caída en la bicicleta lo mandó al hospital con una mano rota.
Pero lo que más le preocupaba no era el dolor: era el dinero que su madre tendría que pagar. Ese día, le entregó 60 pesos de su venta para la consulta. Así es Brandon: generoso, responsable, fuerte.
La vida no ha sido fácil para él. Su hermano mayor perdió una pierna en un accidente. Dos meses después, su padre murió de un derrame cerebral.
Brandon, el niño de los sillones y las vallas, quedó con el alma rota. Se refugió en el deporte, en el básquet, en el béisbol, en lo que fuera que le ayudara a olvidar. Pero la tristeza seguía allí, acompañándolo como una sombra.
A los 13 años, en un cumpleaños cualquiera, su primo Luis lo invitó a un convivio. Ese día, conoció el atletismo. No ganó. No brilló. Pero algo se encendió en él.
El mismo año, perdió a su abuela materna, y dos meses después a su abuelo. Su madre, doña Bety Castro, se encontraba al borde del colapso emocional. ¿Cómo seguir cuando la vida parece arrebatarte todo?
La respuesta de Brandon fue correr. Correr con el corazón, correr con rabia, con esperanza. Sin entrenador, sin recursos, pero con un espíritu inquebrantable.
Un día, el profesor Juan Batista Cedeño lo vio competir y le preguntó quién lo entrenaba. “Nadie”, respondió Brandon. Esa simple respuesta cambió su destino.
El profesor buscó a su madre y le propuso llevarlo a Tepic, a entrenar de verdad. El cambio fue difícil. El clima, los compañeros, la distancia… todo pesaba. Pero Brandon resistió.
Hoy, Brandon Delgado Castro es campeón nacional, récord nacional y campeón iberoamericano de lanzamiento de disco.
Pero más allá de las medallas, sigue siendo el mismo joven que lleva pan de plátano por encargo para ayudar a su mamá.
El mismo que se levanta cada día con disciplina, que entrena, que sueña, que no olvida de dónde viene. El mismo niño que alguna vez lloró por un pescado perdido en el asfalto, pero que nunca perdió su fe.
Brandon es el presente del deporte nayarita. Y es, sin duda, uno de los grandes futuros del atletismo mexicano. Su historia no solo es inspiración. Es un llamado a no rendirse, a seguir luchando, aunque no haya entrenador, aunque no haya pista, aunque duela. Porque mientras otros sueñan con llegar lejos, él ya lanza con el alma.
Apoyar a Brandon no es solo apoyar a un atleta. Es apoyar la esperanza, el esfuerzo, la dignidad. Porque detrás de cada récord, hay una historia. Y la de Brandon, es de esas que se quedan para siempre en el corazón.