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martes, julio 29, 2025
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Volantín | Entre la ignorancia digital y la manipulación colectiva

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En tiempos donde la inmediatez digital reina sobre la veracidad, donde el escándalo vence a la verdad y la emoción suplanta al razonamiento, no debería sorprendernos que un tercio de los mexicanos no sepa reconocer una noticia falsa. Lo lamentable no es solo el dato frío revelado por el estudio sobre el Estado del Lenguaje Digital en Latinoamérica 2024, elaborado por CORPA por encargo de la firma de ciberseguridad Kaspersky, sino lo que representa: la fragilidad de nuestro tejido democrático ante la ignorancia informativa, y el terreno fértil que ofrece para la manipulación y el control social.

México aparece con un 67% de ciudadanos capaces de distinguir una “fake news”, mientras que un preocupante 33% no logra hacerlo. Esto nos coloca, junto con Colombia, en un nivel medio dentro del contexto regional. Brasil lidera con un sorprendente 96% de ciudadanos que sí reconocen noticias falsas, mientras Perú queda rezagado con apenas el 51% de población capaz de hacer esa distinción.

Ahora bien, ¿por qué es grave que uno de cada tres mexicanos no sepa identificar una noticia falsa? Porque ello implica que millones de personas están a merced de quienes fabrican y difunden desinformación con intereses políticos, comerciales o ideológicos. Y porque evidencia que la alfabetización digital no está avanzando al ritmo que exigen los tiempos. Lo que antes era una responsabilidad académica, ahora es una necesidad ciudadana.

No se trata únicamente de que las personas no reconozcan cuándo están frente a una noticia engañosa. El problema se agrava cuando no desean hacerlo, cuando se aferran a su burbuja ideológica y rechazan cualquier información que contradiga su visión del mundo. Así, las “fake news” no solo proliferan por falta de educación digital, sino por voluntad de quienes prefieren la mentira que confirma sus creencias antes que la verdad que las cuestiona.

Los algoritmos de las redes sociales, lejos de corregir este problema, lo profundizan. Alimentan al usuario con contenidos similares a los que consume, generando una cámara de eco donde las falsedades se replican y amplifican hasta convertirse en “verdades” emocionales. ¿Y quién se beneficia de ello? Los poderes que saben manipular la narrativa: políticos sin escrúpulos, grupos extremistas, empresas deshonestas o intereses extranjeros.

Estamos entonces ante un escenario en el que no solo debemos preocuparnos por el analfabetismo tradicional, sino también por el analfabetismo informativo. Una ciudadanía que no distingue entre información y propaganda, entre dato y rumor, entre análisis y ocurrencia, es una ciudadanía vulnerable. Y lo más peligroso: una ciudadanía manipulable.

El combate contra la desinformación no puede reducirse a llamados a la “prudencia digital” o a campañas temporales en medios oficiales. Se requiere una estrategia nacional y sostenida de alfabetización mediática y digital, incorporada desde las primeras etapas educativas. Así como se enseña a leer y escribir, debe enseñarse a interpretar, contrastar fuentes y discernir entre hechos verificables y contenidos falsos o tendenciosos.

No basta con dotar a las escuelas de computadoras; hay que formar maestros capacitados para enseñar pensamiento crítico. No basta con llenar los celulares de aplicaciones educativas; hay que educar para el juicio autónomo y la ética informativa.

Pero también es cierto que el Estado, en su rol de garante, debe tener sumo cuidado de no cruzar la delgada línea entre educar y censurar. Combatir la desinformación no puede convertirse en pretexto para acallar voces disidentes o controlar el flujo de información que no favorezca al gobierno en turno. La libertad de expresión debe ser protegida con la misma vehemencia con la que se protege la verdad. Son valores complementarios, no excluyentes.

Y aquí cabe una reflexión delicada pero indispensable: ¿es válida toda forma de expresión, incluso si es falsa o dañina? La libertad de expresión no puede erigirse como escudo para mentir con impunidad. Quien difunde deliberadamente una falsedad que perjudica a otros, incurre en una conducta que debe ser sancionada, al menos social y éticamente.

No hablamos de imponer censura previa, ni de criminalizar opiniones; hablamos de construir una cultura de responsabilidad digital. De exigir que quienes tengan voz pública—medios, influencers, líderes de opinión—respalden sus afirmaciones con evidencia y den espacio a la verificación. Y también de educar al ciudadano común para que no sea cómplice, por omisión o por ignorancia, de la circulación de mentiras.

Aquí los medios de comunicación tradicionales tienen todavía una labor fundamental. Pese a los ataques que muchos han sufrido por parte del poder político, el periodismo riguroso, ético y profesional sigue siendo el mejor antídoto contra la desinformación. Su credibilidad no debe darse por sentada: debe construirse y defenderse cada día. Porque cuando el periodismo cae, florecen los vendedores de humo.

Otro factor que no debemos perder de vista es el componente cultural. En muchos sectores de nuestra sociedad aún persiste la idea de que lo que se dice “en la tele”, “en el Facebook” o “lo mandaron por WhatsApp” es automáticamente verdadero. Nos cuesta dudar, contrastar, hacer pausa. Vivimos en la dictadura del titular, de la imagen impactante, del audio viral. Y eso nos hace presa fácil.

Se trata, en última instancia, de una crisis de pensamiento crítico. Porque en el fondo, el problema no es la tecnología, sino el uso que hacemos de ella. La desinformación no nos inunda porque existan las redes sociales, sino porque no hemos construido una cultura ciudadana lo suficientemente sólida como para enfrentarlas con criterio, conciencia y responsabilidad.

Cada ciudadano puede y debe convertirse en un filtro activo de la información que consume y comparte. Verificar antes de reenviar, cuestionar antes de indignarse, contrastar antes de afirmar. No basta con no ser parte del problema: hay que ser parte de la solución.

También urge exigir transparencia a las plataformas digitales, que hoy lucran con la polarización y la mentira. Urge apoyar a los medios responsables y denunciar a los que lucran con el escándalo o la manipulación. Y urge, sobre todo, fomentar un clima de diálogo informado donde quepa la pluralidad, pero no la falsedad.

En síntesis, un tercio de los mexicanos no distingue una noticia falsa. Es más que un dato; es una alerta. Es el síntoma de un país que aún no termina de transitar del consumo pasivo de información al ejercicio activo de ciudadanía crítica. Que no ha comprendido que, en esta era digital, la verdad no siempre es evidente, pero sigue siendo indispensable.

Si no reforzamos la educación, la ética y el pensamiento crítico, seguiremos condenados a ser presa fácil del engaño. Y sin verdad, no hay democracia. Solo ruido, manipulación y oscuridad.

Porque en tiempos de posverdad, informarse bien ya no es solo un derecho: es una responsabilidad ciudadana.

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