La diplomacia no siempre se conduce en alfombra roja ni bajo luces tenues. A veces, como ocurrió este domingo en Escocia, se lanza desde un podio, con declaraciones tajantes, en medio de un encuentro bilateral que deja de ser cordial para tornarse advertencia. Donald Trump, actual presidente de los Estados Unidos, no desperdició la oportunidad para arremeter —con su característico estilo directo, por momentos rudo, aunque siempre calculado— contra el régimen venezolano que encabeza Nicolás Maduro. Acompañado de la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, el mandatario estadounidense no se anduvo con rodeos: acusó a Venezuela de continuar enviando drogas y personas rechazadas hacia la frontera norteamericana.
“Venezuela actúa de forma diferente. Siguen enviando personas que rechazamos en nuestra frontera. Siguen enviando drogas a nuestro país. Venezuela ha sido muy desagradable y no podemos permitir que eso suceda”, sentenció Trump, dejando ver que, a pesar de los múltiples frentes que enfrenta en casa y en el extranjero, no quita el dedo del renglón respecto a América Latina.
Estas declaraciones, que podrían parecer parte de la retórica habitual de Trump, deben ser analizadas en clave política, diplomática y geoestratégica. No sólo hablan de la tensión persistente entre Washington y Caracas, sino que evidencian la intención del presidente estadounidense de endurecer su narrativa en temas migratorios y de seguridad transnacional. Su discurso —marcado por palabras como “desagradable” y “no podemos permitir”— remite no sólo al lenguaje de la disuasión, sino a la amenaza de acciones más concretas en el corto plazo.
En el trasfondo está el tablero electoral de los Estados Unidos, siempre presente cuando Trump toma el micrófono. Sabe bien que su base de votantes responde con entusiasmo cada vez que menciona “frontera”, “drogas” o “seguridad nacional”. La mención de Venezuela no es accidental ni ociosa: evoca un viejo fantasma que le ha funcionado con eficacia retórica. Desde su primer mandato, Maduro ha sido un blanco frecuente de Trump, al que ha acusado de violador de derechos humanos, promotor del caos regional y cómplice de las redes de narcotráfico.
Pero más allá del discurso, lo que preocupa es la posible escalada de tensiones. Si bien Trump ha oscilado entre la amenaza de intervención militar y la imposición de sanciones selectivas, el contexto actual —marcado por conflictos en otras latitudes, tensiones con China, y una crisis migratoria que no cede— podría empujarlo a tomar decisiones que trasciendan el plano discursivo.
Es cierto que Maduro sigue siendo un actor incómodo en la escena internacional. Con una economía colapsada, instituciones socavadas, y un sistema político que ha degradado todo atisbo de democracia, el régimen venezolano no puede aspirar a un trato de iguales en el concierto de las naciones. Sin embargo, también es verdad que el abordaje unilateral y confrontativo de Estados Unidos ha tenido escasos resultados. Ni la presión económica, ni el aislamiento diplomático, ni el reconocimiento de líderes opositores han logrado desbancar al chavismo del poder.
En ese sentido, vale preguntarse si Trump busca realmente una solución al problema venezolano, o si simplemente reaviva este conflicto como pieza útil de su ajedrez político. Porque mientras se disparan acusaciones desde el norte, en el sur se siguen acumulando los desplazados, se intensifican las crisis migratorias, y se agravan los vacíos de gobernanza que permiten que el crimen organizado, incluido el narcotráfico transnacional, siga operando con relativa impunidad.
Trump, con la vehemencia que lo caracteriza, quiere hacer ver que el problema se resuelve levantando muros —físicos o legales— y exhibiendo músculo. Pero el reto de fondo exige mucho más que frases grandilocuentes. Requiere cooperación regional, inteligencia compartida, combate a la corrupción, y una estrategia que no se limite a criminalizar la migración ni a repetir el viejo libreto del enemigo externo.
Resulta además paradójico que, mientras se acusa a Venezuela de ser origen de las drogas que llegan a Estados Unidos, no se diga una sola palabra sobre el mercado de consumo que allá impera ni sobre los actores internos que permiten su distribución. El tráfico de drogas es un fenómeno complejo y de múltiples causas, que no puede achacarse únicamente al país exportador.
Por otra parte, no debe perderse de vista el papel de Europa, representada en esta ocasión por Ursula von der Leyen. Su silencio respecto a las palabras de Trump fue tan elocuente como inquietante. ¿Avaló la postura estadounidense? ¿Desestimó el tema? ¿Guardó distancia estratégica? Lo cierto es que Europa, al igual que América Latina, también es afectada por las dinámicas de migración, narcotráfico y deterioro institucional en Venezuela. Pero su forma de intervenir ha sido más diplomática, menos confrontativa.
Ante este escenario, México debe observar con atención, pero también con cautela. Nos encontramos en una posición geográfica y política especialmente sensible. Somos país de tránsito, de destino y también de origen de flujos migratorios. Somos frontera con Estados Unidos, pero también socios comerciales. No podemos permitirnos adoptar posturas extremas ni caer en simplismos retóricos.
El reto de la región no se resuelve con sanciones ni con discursos altisonantes. Se resuelve, o al menos se encauza, con políticas públicas consistentes, respeto a los derechos humanos, fortalecimiento de las instituciones democráticas, y una diplomacia activa, audaz y propositiva.
Trump ha puesto el reflector nuevamente sobre Venezuela, y con ello sobre una problemática que afecta a millones de personas. Pero si esa visibilidad no viene acompañada de acciones responsables, de alianzas multilaterales y de un enfoque integral, el resultado será el mismo de siempre: más polarización, más desplazamiento forzado, más sufrimiento humano.
En estos momentos, América Latina necesita menos estridencia y más soluciones. Y si bien el liderazgo estadounidense es relevante, no puede sustituir la responsabilidad que los países del continente tienen en la búsqueda de estabilidad y paz.
El discurso de Trump en Escocia no es el primer embate verbal contra el régimen de Maduro, ni será el último. Pero sí constituye un recordatorio de que los problemas estructurales de la región siguen vigentes y que, sin un cambio de fondo en la forma de abordarlos, los costos —políticos, sociales y humanitarios— seguirán creciendo.
Trump habló fuerte. Ahora corresponde a los gobiernos hablar claro, pero sobre todo actuar con inteligencia. Porque la región ya no está para gritos ni bravatas, sino para soluciones urgentes y duraderas.