En Nayarit, la estadística no es fría ni abstracta, tiene nombres, rostros y sin fin de historias que contar. Según datos del INEGI (2020), 68 mil 216 personas viven con una dificultad severa para realizar actividades cotidianas. Otras 33 mil 252 enfrentan obstáculos para caminar o moverse. Hay 27 mil 918 personas con problemas de visión, incluso usando lentes, y 11 mil 900 que requieren apoyo para vestirse, bañarse o comer. A estas realidades se suman 10 mil 091 personas con alguna condición mental, recordemos, son cifras del 2020, lo más certero que hoy en día, son más.
En el terreno laboral, el dato más recurrente es la dificultad para caminar, subir o bajar escaleras, con 651 personas registradas en esta condición dentro del personal ocupado en el estado. Más allá de los números, estas cifras representan barreras constantes para quienes buscan algo tan básico como participar plenamente en la vida social, laboral y comunitaria.
La pregunta es inevitable, ¿hemos creado un Nayarit en el que todas las personas puedan desenvolverse con libertad y seguridad? Es cierto que en el ámbito laboral se han abierto más puertas y que la inclusión está, al menos, más presente en el discurso. Sin embargo, la inclusión real no se mide sólo en la contratación, sino en la vida diaria. ¿Existen banquetas transitables para una silla de ruedas? ¿El transporte público es verdaderamente accesible y asequible? ¿Las obras nuevas como parques, plazas, edificios, se diseñan pensando en todas las personas, o se sigue construyendo bajo un modelo excluyente?
La realidad, como lo demuestra la experiencia de muchos, es que aún queda un largo camino. El colectivo Chuekoras Tepic, conformado por personas con discapacidad en sillas de ruedas, se ha convertido en un referente visible y constante en esta lucha. Su labor no se limita a motivar a quienes comparten limitaciones motrices; su objetivo es mucho más ambicioso, buscan, a su modo, visibilizar que también forman parte activa de la sociedad y que tienen derecho a espacios seguros, accesibles y dignos.
A través de sus redes sociales, como yo los encontré, Chuekoras documenta el día a día de vivir en una ciudad que no siempre los considera. Muestran las rampas con pendientes imposibles, las banquetas bloqueadas, los accesos mal diseñados y los retos que enfrentan para moverse. Pero también exhiben su determinación, entrenan para sortear obstáculos, se apoyan mutuamente y se proponen metas que, para muchos, serían impensables.
Su más reciente intervención en un parque público de nueva construcción dejó al descubierto que la inclusión, cuando no se piensa desde el diseño, se convierte en un reto personal. Durante una práctica para subir y bajar escalones en silla de ruedas, un entrenamiento necesario ante la falta de rampas adecuadas, fueron interrumpidos por elementos policiales que, con buena intención, pero poca empatía, les pidieron detener la actividad por considerarla riesgosa.
La respuesta del colectivo es contundente: “¿Acaso no estamos en riesgo cada vez que rodamos por la calle porque no hay banquetas accesibles? En vez de decirnos que no lo hagamos, ¿por qué no preguntan qué hace falta para que sí podamos hacerlo con seguridad?”.
No es un reclamo aislado. El mensaje de Chuekoras pone sobre la mesa algo esencial, la inclusión no se logra únicamente con leyes o discursos; requiere accesos reales, voluntad política y empatía cotidiana. Los parques, las rampas, las calles y los edificios deben diseñarse pensando en todas las personas, no sólo en quienes cumplen con un estándar de movilidad.
Porque la verdadera barrera no es un escalón alto ni una pendiente empinada. La barrera es una ciudad que da la espalda, que normaliza que ciertos espacios sean “de uso público” pero no para todos. La barrera es un transporte que deja fuera a quienes no pueden subir por sus propios medios. La barrera es la falta de consulta a las personas con discapacidad antes de construir un espacio que supuestamente es para ellas también.
El llamado de Chuekoras es, en esencia, un llamado a repensar nuestras ciudades: “La inclusión no se logra diciéndonos ‘eso no se hace aquí’. Se logra con accesos, empatía y voluntad”. Y tienen razón. No basta con celebrar el Día Internacional de las Personas con Discapacidad una vez al año en diciembre, o incluir una rampa en un diseño arquitectónico. La inclusión es un compromiso diario que debe estar presente en cada plano, cada obra pública y cada decisión que afecte la vida en comunidad.
Si las banquetas siguen siendo trampas, si las rampas son imposibles de subir, si el transporte sigue dejando fuera a una parte de la población, no hablamos de una ciudad moderna, sino de una ciudad que excluye. Y no se trata de caridad, se trata de derechos humanos. La verdadera medida de una sociedad no está en cómo trata a quienes tienen todas las facilidades, sino en cómo garantiza la dignidad y la participación de quienes enfrentan más obstáculos.
El futuro de cualquier ciudad no se construye con discursos bonitos, sino con acciones concretas, consultas ciudadanas que incluyan a las personas con discapacidad, diseños arquitectónicos verdaderamente accesibles, transporte que sirva a todas las personas, y una cultura social que no vea la inclusión como una concesión, sino como una obligación.
Porque mientras no podamos movernos todos con la misma libertad, la ciudad seguirá siendo de unos cuantos. Y eso, más que una barrera física, es una barrera moral que urge derribar.