Estados Unidos ha decidido elevar a 50 millones de dólares la recompensa por información que conduzca al arresto del presidente venezolano Nicolás Maduro, justificando la medida con acusaciones de narco-terrorismo y vínculos con redes criminales como el Cártel de Sinaloa y el llamado Cartel de los Soles. Desde la Casa Blanca, la fiscal general Pam Bondi presentó la decisión como un paso firme en la lucha contra el crimen organizado internacional, un acto que, según Washington, pretende debilitar al régimen chavista y enviar un mensaje de que no hay impunidad para quienes trafican drogas y destruyen la democracia. Sin embargo, en el contexto político y geopolítico actual, no puede pasarse por alto el aroma a espectáculo que desprende esta jugada. Elevar el botín a una cifra estratosférica en plena efervescencia electoral en Estados Unidos tiene tanto de estrategia mediática como de gesto judicial. Más que un movimiento quirúrgico para desmontar la estructura de poder en Caracas, parece una cartuchada ruidosa que busca titulares, encender debates y mostrar músculo ante un electorado que responde bien a demostraciones de fuerza contra los “enemigos” externos, aunque estas rara vez se traduzcan en acciones concretas que alteren la realidad sobre el terreno.
La reacción del chavismo fue inmediata y furibunda. Yván Gil, canciller venezolano, calificó la medida como una “patética operación de propaganda política” y una “cortina de humo ridícula” para ocultar problemas internos de Estados Unidos. Rubén Santiago, jefe de la Policía Nacional Bolivariana, prometió “armas y compromiso” para defender la revolución, y Evo Morales, junto con el canciller cubano, acusaron a Washington de imperialismo y agresión descarada. El discurso oficialista en Caracas aprovechó el episodio para reforzar el viejo libreto de victimismo y resistencia heroica ante el enemigo imperial, cohesionando a su base en torno al líder asediado. Maduro, con un aparato militar y policial que todavía le responde con disciplina, sabe capitalizar estas embestidas externas como combustible político, blindándose bajo el argumento de que lo que está en juego no es su figura, sino la soberanía nacional. Ese recurso narrativo, repetido hasta la saciedad, le ha permitido sortear sanciones, acusaciones y denuncias internacionales, proyectando una imagen de resistencia que alimenta el nacionalismo chavista y neutraliza, al menos de cara a su público interno, la gravedad de las imputaciones que se le hacen desde el extranjero.
Las acusaciones contra Maduro no son nuevas ni improvisadas. Desde 2020 enfrenta cargos en tribunales estadounidenses por liderar una organización criminal con fines de tráfico de drogas y armas. En enero de este año, tras asumir su tercer mandato, Washington ya había elevado la recompensa a 25 millones de dólares, y ahora la ha duplicado. El problema no está en la gravedad de los señalamientos —que, de ser ciertos, merecerían una respuesta internacional sólida—, sino en la efectividad real de estas maniobras. Sobre el terreno, Maduro conserva control institucional y respaldo de las Fuerzas Armadas. Ninguna recompensa, por espectacular que sea, ha conseguido minar esa estructura, y la historia demuestra que, mientras el aparato represivo y la cúpula militar permanezcan leales, los incentivos externos rara vez provocan fisuras determinantes en regímenes consolidados. Además, el efecto político de medidas como esta, lejos de debilitarlo, tiende a fortalecer su narrativa de resistencia y a reforzar la percepción de amenaza externa que mantiene alineada a su base más dura.
Estados Unidos, por su parte, necesita mostrar coherencia entre sus discursos y sus actos. En un momento en que negocia con Venezuela sobre petróleo, flexibiliza algunas sanciones y endurece otras, y a la vez enfrenta su propio laberinto migratorio, un gesto como este sirve como vitrina política. Pero también expone las contradicciones de una política exterior que oscila entre la confrontación simbólica y el pragmatismo utilitario. Mientras un día acusa al mandatario de narcoterrorista y ofrece millones por su captura, al siguiente se sienta con sus emisarios a negociar condiciones de suministro energético. Esta danza diplomática, tan cínica como predecible, deja claro que la geopolítica no se rige solo por la ética ni por la justicia, sino por intereses cambiantes y conveniencias estratégicas que convierten en efímero cualquier impulso genuino de procurar cambios democráticos reales.
Para los venezolanos de a pie, el anuncio no significa más que otro ruido lejano. Las sanciones, las recompensas y las acusaciones retumban en los noticieros, pero no alivian la escasez de alimentos, la inflación brutal ni la represión interna. Peor aún, alimentan una narrativa oficial que presenta al régimen como baluarte ante el asedio extranjero, lo que, lejos de debilitarlo, le permite reforzar la disciplina interna y la lealtad de sus cuadros. Así, mientras en Washington se aplaude la supuesta firmeza y se exhiben las cifras millonarias como trofeo moral, en Caracas el poder permanece intacto, la oposición fragmentada y la sociedad civil atrapada en una crisis humanitaria que parece no tener fin.
Lo que realmente podría abrir un resquicio hacia una transición pacífica y democrática no son los carteles de “se busca” con cifras millonarias, sino una presión diplomática concertada, multilateral y consistente, combinada con incentivos claros para desmontar las redes de poder y abrir paso a elecciones libres y verificables. La Unión Europea, Canadá y otros actores internacionales han ensayado sanciones y mediaciones, pero sin caer en el histrionismo de las recompensas públicas. Una estrategia seria debería incluir la liberación de presos políticos, la apertura de canales humanitarios y el acompañamiento internacional para reconstruir instituciones, garantizando que cualquier salida política sea sostenible y legítima. Apostar por el ruido mediático sin un plan político real solo prolonga el sufrimiento y posterga las soluciones.
La recompensa de 50 millones no es, pues, una llave mágica para destrabar el laberinto venezolano. Es, en todo caso, un símbolo potente de la persistente distancia entre lo que se dice y lo que realmente se hace para enfrentar regímenes autoritarios. Es un gesto que se mira más en el espejo de la política interna estadounidense que en las calles de Caracas, donde la gente sigue luchando día a día contra un presente asfixiante. Y aunque pueda encender pasiones y titulares, mientras no se traduzca en cambios concretos sobre el terreno, seguirá siendo lo que es: ruido caro, tan estridente como estéril.