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miércoles, agosto 20, 2025
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Letras del director | El evangelio de los escondites

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La ironía de Alejandro Gascón Mercado sigue resonando como un eco perfecto para nuestros tiempos. “¿Por qué no iba sobre un borrico para que lo confundieran con Jesús?”, preguntó tras el asesinato del cardenal Juan Jesús Posadas Ocampo, aquel 24 de mayo de 1993, en el estacionamiento del Aeropuerto Internacional de Guadalajara. La versión oficial, tan inverosímil como conveniente, fue que lo confundieron con un capo por el lujo del Grand Marquis blanco en que viajaba. La pregunta, cargada de veneno, desnudaba la eterna contradicción: un príncipe de la Iglesia viviendo con la opulencia de un César mientras representaba al Nazareno, cuyo única riqueza material era su túnica y sus sandalias.

Esa pregunta no ha perdido vigencia; simplemente ha cambiado de destinatario y de escenario. El Grand Marquis de entonces es hoy un desayuno con vistas a una plaza europea o una cena en lujoso hotel de Tokio, caprichos cuyo costo equivale a medio año del salario que recibe el mexicano común que escucha el sermón de la medianía. El jerarca eclesiástico y el político moderno beben de la misma fuente: exigen la renuncia del pueblo mientras ellos coleccionan bienes, poder y experiencias inaccesibles en nombre de los pobres a los que dicen servir.

El verano ha sido un escaparate inclemente de esta duplicidad. Mientras el discurso oficial insiste en la pobreza franciscana como virtud suprema, el desfile de escándalos delata un tren de vida que choca frontalmente con el evangelio predicado. La inexplicable multiplicación de propiedades, imposible de justificar con ingresos declarados, confirma que la opulencia es un método. Se fiscaliza con lupa el patrimonio del adversario, mientras el propio se expande bajo un manto de silencio cómplice, oculto tras una retórica que sataniza la riqueza como pecado… en los demás.

Este sistema de doble moral se sostiene sobre un pilar fundamental: la creación de un enemigo. Se necesita un “rico” arquetípico, un villano egoísta a quien culpar de las carencias del pueblo. Así, la pobreza se convierte en un arma política, un certificado de pureza que otorga autoridad para gobernar y para juzgar. Quien se asume pobre, se asume bueno. Por extensión, el rico es, por definición, un adversario moral. Este maniqueísmo es rentable hasta que la evidencia corroe la narrativa.

Poco importa, sin embargo, la evidencia. Porque el escándalo no se procesa como una traición, sino que se reinterpreta como una calumnia del adversario, un ataque destinado a minar la fe. Se establece así un pacto tácito de ceguera voluntaria: el líder puede pecar en privado siempre que siga redimiendo a las masas en público. La lealtad del rebaño se convierte en la absolución perpetua del pastor, que puede caminar sobre las aguas de la opulencia mientras exige a sus fieles nadar en el fango de la austeridad.

Y es entonces cuando empieza la función de los escondites. Acorralados, se disfrazan de pueblo, un acto de escapismo tan torpe como el de las parejas infames. Pero su mejor truco de magia es el discurso: agitan la palabra “pobreza” como una varita mágica para desviar la atención de sus cuentas bancarias. El problema es que la opulencia es un mal actor, siempre se sale del guion. Cuando el lujo inocultable sube al escenario, el sermón se convierte en una comedia involuntaria, la autoridad se hace humo y la pobreza se revela como lo que siempre fue en su diccionario privado: el sinónimo del fracaso.

Al final, el político y el prelado comparten el mismo pecado original: la pobreza que han convertido en un rentable instrumento de poder, una coartada moral para sus propios excesos.

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