
José Tomás ha cumplido 50 años de edad. Al llegar al quinto piso, se ve complicado que siga toreando de luces. De hecho, sus actuaciones en los últimos años han sido esporádicas. Al guardarse durante mucho tiempo, al recluirse como un ermitaño, logró hacerse deseable y aumentar su tirón de taquilla.
Existe un antes y un después en la carrera del espada de Galapagar. El 24 de abril de 2010 recibió la gravísima cornada que lo puso al borde de la muerte por parte del toro “Navegante” de la ganadería de Pepe Garfias.
Fueron momentos dramáticos en la enfermería de la Monumental de Aguascalientes. La noticia corrió a gran velocidad. El pitón astifino fue certero, seccionando en un instante la vena femoral. Sereno, imperturbable, las manchas rojas del drama en su taleguilla. Un chisguete de sangre oscura manaba del muslo, convertido en potente grifo.
Los santos óleos, un cuerpo exangüe en artículo mortis, la segadora luz blanca de la agonía. Más sangre derramada, como si no fuera suficiente la vertida por Ignacio Sánchez Mejías en el cuaderno de Lorca. Cinco años después reapareció en son de triunfo ahí mismo en Aguascalientes.
Tomás tiene asegurado un lugar importantísimo en la historia del toreo. Ha sido el arte como drama, la personalidad acusada, el estilo solemne, el placer por arrimarse, la descarga de adrenalina, la mínima distancia, la ventaja cedida al toro, el riesgo sin cortapisas, el destierro de los ventajismos, el toreo-verdad, la máxima emoción, la inminencia de la cornada, la enemistad con la victimización, el control del miedo a través del valor, el poder taquillero, el velo del misterio, la repulsa a la televisión, el rechazo a las entrevistas, el alejamiento para hacerse deseable, la consigna de nunca retroceder, la dignificación de la profesión.
