En las primeras páginas del Génesis, tras la herida fundacional de Caín, la violencia se expande como una estirpe. Lamec, descendiente del primer asesino, se jacta ante sus esposas en un canto terrible, un himno a la desmesura: “Si soy herido, mataré a un varón; si soy golpeado, mataré a un joven. Si siete veces será vengado Caín, Lamec en verdad setenta y siete veces lo será” (Génesis 4:23-24). No hay en sus palabras un anhelo de justicia, sino una celebración de la fuerza bruta. Es la ley del más fuerte en su estado más puro, un mundo donde la respuesta a un agravio no busca el equilibrio, sino la aniquilación.
Éste es el caos primordial del que debe nacer el orden. La primera tentativa de poner un dique a esa furia desatada es la famosa Ley del Talión, descrita en el Éxodo, el Levítico y el Deuteronomio: “vida por vida, ojo por ojo, diente por diente”. Contrario a la creencia moderna, no era un mandato para fomentar la venganza, sino el primer gran esfuerzo por contenerla. Su lógica era matemática, no pasional. Introdujo en el desierto de la violencia tribal una idea revolucionaria: la proporcionalidad.
El acto de retribución, además, dejó de ser un derecho personal para convertirse en una función de la comunidad. La Ley del Talión no era una licencia para que la víctima se cobrara por su propia mano, sino una guía para los jueces que se sentaban a las puertas de la ciudad. La justicia, por primera vez, empezaba a ser un asunto público, un proceso que se interponía entre el crimen y su consecuencia.
Pero la proporcionalidad, aunque un avance monumental, seguía siendo un instrumento tosco. Juzgaba el acto, no la intención. No distinguía entre la mano que golpea con malicia y la que tropieza por accidente, como en el caso descrito en Deuteronomio 19:5: un hombre va al bosque con su amigo y, al blandir el hacha, “el hierro salta del mango y golpea a su amigo, y este muere”. Para dar ese salto cualitativo, la ley hebrea inventó una de las arquitecturas jurídicas más fascinantes de la antigüedad: las ciudades de refugio.
Se designaron seis ciudades a lo largo de Israel, tres a cada lado del Jordán: al oeste, Cedes en Galilea, Siquem en Efraín y Hebrón en Judá; al este, Beser, Ramot de Galaad y Golán en Basán (Josué 20:7-8). Eran un santuario, un espacio físico donde la ley de la sangre quedaba en suspenso. El “vengador de la sangre”, un pariente de la víctima obligado por la costumbre a matar al homicida, no podía tocar al acusado una vez que este cruzaba las puertas de la ciudad. La venganza quedaba congelada, obligada a esperar.
Esa pausa lo era todo. En ese tiempo suspendido, la pasión cedía su lugar a la razón. El acusado no era perdonado automáticamente; debía ser sometido a un juicio ante “la congregación” (Números 35:12). Se escuchaban testimonios, se evaluaban las pruebas. Y aquí surge la innovación más profunda: el tribunal debía determinar si el homicidio fue intencional o accidental. Por primera vez, se juzgaba la voluntad del actor, no el resultado. Si el crimen fue premeditado, el culpable era entregado al vengador. Pero si fue involuntario, el acusado podía vivir seguro dentro de la ciudad hasta la muerte del Sumo Sacerdote, momento en que su deuda quedaba simbólicamente saldada (Números 35:25).
El viaje desde el canto de Lamec hasta las puertas de una ciudad de refugio es la crónica de cómo una civilización aprende a protegerse de sus propios instintos. Es el lento y laborioso proceso de despojar al individuo del derecho a la venganza y entregárselo a una comunidad regida por la deliberación. Es la invención de la duda como herramienta de justicia.
El texto bíblico, a menudo leído como un código moral, es también un profundo tratado sobre la filosofía del derecho. Nos muestra que la justicia no es un acto de catarsis, sino un proceso frágil y construido. Nos enseña que la civilización no nace de la fuerza, sino de la creación de santuarios donde la furia se ve obligada a detenerse y a escuchar.