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lunes, septiembre 1, 2025
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Anatomía de ciertos instantes

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Hay una anécdota de Winston Churchill que siempre me ha parecido una lección de poder verdadero, quizá la más importante. Lo imagino en su despacho, de noche, el aire denso por el humo de tabaco y frustración, escribiendo una de esas cartas feroces, una de esas misivas cargadas de la ira justa o injusta del momento, y luego, en el momento decisivo, el momento que lo cambia todo, la guardaba en un cajón. La pregunta, claro, no es por qué las escribía (eso es fácil, era un desahogo), sino por qué no las enviaba. Ahí, en ese gesto de contención, en esa renuncia a la satisfacción inmediata de la venganza, es que se esconde el secreto de un estadista.

El caso más célebre, el que mejor ilustra esta autodisciplina casi heroica, es el de la carta a Charles de Gaulle. Las tensiones entre ambos eran constantes, casi una guerra dentro de la guerra. Tras un choque especialmente agrio, Churchill dictó una respuesta que podría haber dinamitado la alianza. Pero la carta, como tantas otras, acabó en un cajón. Se evitó una crisis diplomática no por lo que se hizo, sino precisamente por lo que se dejó de hacer. Ese instante no ocurrido, esa acción suspendida, salvó la situación.

Pero hay algo más profundo en ese acto que la simple prudencia. Al escribir, Churchill no sólo volcaba su furia, sino que la convertía en un objeto. La externalizaba. La transformaba de una emoción abstracta y abrumadora en algo físico, tangible: un puñado de hojas manchadas de tinta. Y un objeto se puede observar, analizar, juzgar desde la distancia. El Churchill que escribía la carta, poseído por la rabia, no era el mismo que la leía a la mañana siguiente, o después, con la cabeza fría. En esa pausa, en ese diálogo silencioso consigo mismo, se producía la alquimia del liderazgo: la emoción se sometía a la razón. Era una victoria ganada contra sí mismo.

Pienso en esto y miro nuestro presente, un presente que ha sustituido el cajón de Churchill por el botón de “publicar”, que ha cambiado la deliberación solitaria por la furia performativa en una red social. La política actual premia la incontinencia verbal, la reacción visceral, la palabra áspera que hace subir el furor. Se nos exige una respuesta inmediata para todo, sin entender que en esa inmediatez casi siempre anida el error. La ira se ha convertido en una moneda, en un espectáculo que genera adhesiones y aplausos fáciles. Ya no se busca la solución, sino la performance de la indignación.

Quizá por eso la moderación se confunde hoy con debilidad, cuando en realidad es la máxima expresión de la fuerza. Es la visión a largo plazo sobre el espasmo del momento. Es entender que las acciones de hoy, sobre todo las que se toman en caliente, son las que construyen las crisis de mañana, ya sea en la política internacional, en la polarización de un país o en la gestión de una ciudad. Un líder que cede constantemente al impulso comete errores y enseña a sus ciudadanos que la deliberación es inútil, que la reflexión es una pérdida de tiempo. Corroe, sin darse cuenta, el fundamento mismo de la convivencia democrática, que no es otra cosa que un pacto de contención mutua.   

Por eso vuelvo a esa imagen, a esa carta que nunca llegó a su destino. Es un pequeño monumento a la inteligencia, la prueba de que el poder más grande es el que uno ejerce sobre sí mismo. Es la anatomía de un instante que no fue, y que precisamente por no haber sido, lo cambió todo para mejor. Es la lección olvidada de que, a veces, la decisión más valiente y la acción más contundente consisten, simplemente, en no hacer nada.

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