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miércoles, septiembre 3, 2025
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El instante de Mandela

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¿Qué hacemos con el recuerdo de Nelson Mandela en un presente planetario y nacional entregado a la furia y al desprecio? La cuestión es un ejercicio de memoria que debería replantear la forma de entender la política. Viajemos a un instante: el 11 de febrero de 1990, a las puertas de la prisión Víctor Verster. La escena no puede imaginarse como una liberación serena. Es el caos a punto de estallar. Miles de personas se agolpan, una marea humana que amenaza con desbordarse en un estruendo de flashes que un testigo describió como el de “una gran manada de bestias metálicas”. Sudáfrica es un polvorín. En las ciudades, la celebración se confunde con saqueos y disparos. En el aire flota la energía acumulada de veintisiete años de ira, una furia justificada que podría incendiar el país.   

En medio de ese torbellino, sobresale un hombre de 71 años que acaba de pasar 10 mil 50 días encerrado. Tiene todo el capital moral para encender la mecha. Las facciones más radicales de su propio movimiento esperan una señal, una llamada a la lucha armada para la “toma del poder”. Y sin embargo, su primer acto como hombre libre es una monumental lección de contención. Desde el balcón del Ayuntamiento de Ciudad del Cabo, ante una multitud impaciente, su breve discurso, sin sombra de venganza, es una obra de arquitectura política. Saluda a todos, reafirma su lucha contra toda dominación, sea blanca o negra, y pide disciplina. En ese momento, cargado con el potencial de la furia, entregó un mensaje de calma calculada. Entendió que su ira, por más legítima que fuera, era un lujo que su nación no podía permitirse. Comprendió que el perdón era el arma política más sofisticada y poderosa que poseía.   

La política actual, acá y allá, aquí y acullá, se nutre del desprecio, de la reacción visceral, de la performance de la indignación. La furia se ha convertido en una moneda de cambio que genera adhesiones fáciles y aplausos inmediatos. Se confunde la incontinencia verbal con la autenticidad, el insulto con la valentía. Hemos sustituido el complejo arte de gobernar por el espectáculo de la polarización, sin entender que un país construido sobre el resentimiento mutuo es un país condenado a devorarse a sí mismo.

Por eso, recordar a Mandela es un acto de resistencia. Es resistir la gratificación barata del enfrentamiento. Es recordar que la verdadera fortaleza política no reside en la capacidad de desatar la furia, sino en la disciplina para trascenderla. Su legado nos enseña que la templanza no es debilidad. Mostró que es una forma superior de inteligencia estratégica. Mandela tuvo la oportunidad de arrastrar el cadáver de sus enemigos alrededor de las murallas de su victoria. Pero eligió el camino más difícil: el de la reconciliación. Eligió construir un futuro para los hijos de sus enemigos junto a los suyos. Esa decisión, tomada en el umbral caótico de su libertad, es la que lo vuelve válido e indispensable para un presente que ha olvidado cómo imaginar un presente y un mañana compartidos, pese a las diferencias, pese a las distancias.

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